domingo, 28 de febrero de 2016

Dinamismos de la misericordia

Mujer de Nazaret

 madre de la misericordia que consuela

Pintura CAZ

Nacidos para la felicidad
A todos los seres humanos y más a los colombianos, dicen las encuestas (Gallup, 2015), nos gusta vivir contentos, ser felices. Pero, claro está, la felicidad no depende solo de uno, sino también del “otro”, de los otros.
Aunque nacemos para la felicidad, el encuentro y la compañía, no siempre logramos encontrarnos y ser felices. Más bien, muchas veces nos des-encontramos, nos enemistamos, nos separamos, nos dividimos, peleamos y hasta nos matamos.
En lugar de acompañarnos, como hermanos, de ayudarnos como habitantes de la “casa común”, nos ponemos a competir fría, astuta e inmoralmente. Le dedicamos el tiempo, la inteligencia y los recursos a la maquinación de la guerra, a los tráficos clandestinos e ilegales, a la sombría corrupción y a la amañada impunidad. Nos alimentamos con el picante de la venganza en lugar del bálsamo de del girasol. Generamos lagrimas de sufrimiento, dolor y muerte, en vez de crear canciones de vida, justicia y paz.
Pero, aún así, entre las innumerables pobrezas y las infinitas riquezas, bañados en lagrimas de funeral o de fiesta, inmersos en la climática biodiversidad o en la “salvaje” explotación de la creación, “tenemos un carácter, una personalidad o una matriz emocional que es, a la vez, fuente y demanda de necesidades sociológicas que deben ser atendidas. La más importante de dichas necesidades es la comunión con otros seres humanos para vencer la soledad y el aislamiento y que se puede expresar en las relaciones familiares, los vecinos, la parroquia, los compinches, la barriada...” (Santiago Montenegro, el Espectador 29/01/2014).
Esa idiosincrasia nacional o talante cultural, que otros llaman “capital social”, junto con la fe, que poco a poco vamos re-aprendiendo en la escuela del Maestro Emmanuel (Dios-con-nosotros), “padre-maternal”, nos dispone a:
  • la “compasión”, como capacidad de “sentir-con”, del latín pati y cum, que unidos significan “sufrir-con”. Una compasión nos aproxima a los lugares del dolor, nos hace prójimos de los que sufre, para que participemos de su sensación de quebranto, temor, confusión y agonía. Nos llama junto-a los excluidos del banquete de la vida, a “resistir” con las victimas y los victimarios (victimas, también), a “esperar contra toda esperanza” (Rom 4,18);
  • la “misericordia”, como re-acción, acción para la reconstrucción de la armonía, la búsqueda de la reconciliación, a través de la reciprocidad perdón;
  • la “consolación”, celebrada en la “comunidad de la vida” (Carta de la Tierra), “gozando con los que gozan y llorando con los que lloran” (cfr. Rom. 12,15), recarga siempre nuestra energía en cada encuentro fraterno, en cada acto de amor solidario, en toda celebración gratuita. Se trata de la alegría que anima los peregrinos del tiempo y de la geografía, inspirados en las Bienaventuranzas:“Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5); “Dichosos los que lloráis ahora, porque reiréis” (Lc 6,21b).

Casa del encuentro
El Nican Mopohua (libro) narra un encuentro entre una divina Señora y un humilde Indígena, en el cerro del Tepeyac, en donde los nativos veneraban a Tonantzin”, “Nuestra Madre”, diosa buena y compasiva.
La noble Señora se presenta como “Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive" y pide que se le llame "Santa María de Guadalupe". Quiere, además, que se le levante una "casita sagrada" en el Tepeyac y nombra a Juan Diego, nombre cristiano de Cuauhtlatoatzin, "la venerable Aguila que habla", que habitaba en Cuauhtitlán, cerca de la gran Ciudad de Tenochtitlán (México), su mensajero y embajador ante el obispo, Fray Juan de Zumárraga y todas las autoridades, lo mismo que ante todos los pueblos de México y de las americas.

La compasión
La Virgen de Guadalupe sale al camino de Juan Diego en el momento más trágico de su vida familiar, por la enfermedad de su tío Juan Bernardino, de su pueblo y todos los pueblos originarios del Continente, sometidos de manera inmisericorde por los conquistadores europeos.
Ante este gravísimo “pecado” de la conquista material y espiritual de nuestros antepasados, Ella se aproxima para “oír y remediar todos los lamentos, miserias, penas y dolores”; para “mostrar y dar todo su amor, compasión, auxilio y defensa” (Nican Mopohua).
La presencia de la amable Señora,, es autentica consolación para los “conquistados” que descubren en Ella una “compañía adecuada” (cfr. Gen 2,18), delicada y respetuosa, que les deja entre-ver el pasado en su “icono” presente y otear el futuro con esperanza y ganas de vivir.

La Misericordia
El encuentro, habitado de palabra dulce y respetuosa, de trino musical y rosas rojas, pone en movimiento activo la misericordia, para restablecer la armonía vital de los pueblos en el continente:
  1. Ofrece la sanación liberadora de enfermedades y dolencias, en la persona del desolado “tío” del pueblo, Juan Bernardino, re-incorporándolo a la familia, al pueblo y al camino.
  2. Hace brotar rosas frescas en el asolado desierto invernal del Pepeyac, haciendo entender al agricultor Juan Diego que “todavía es posible el xochitlalpan y tonacatlalpan de sus antepasados, es decir, la tierra donde prevalezcan las flores y los cantos, donde haya abundancia de comida, donde saboreemos la armonía del buen vivir entre nosotros y la madre tierra” (Eleazar López, sacerdote católico, zapoteca). Al mismo tiempo prueba fehaciente y testimonial para el lógico y racional portador de la salvación, Monseñor Juan de Zumárraga, junto con sus colaboradores.
  3. Coloca “cara a cara” el representante de las victimas, el indio Juan Diego, con el Fraile franciscano Juan de Zumárraga, presentado por el Rey Carlos I a la Santa Sede para Obispo de México y nombrado por él mismo como Protector de los indios (Cédula real 10/1/1528), invitándolos a la construcción de una teocatzin, “casita sagrada”. Símbolo de un nuevo modelo social, en donde quepamos todos y aprendamos, cada día, a con-vivir en armonía, justicia y paz, superando las estructuras de dominación.
“La justicia de Dios, al igual que la justicia indígena, es misericordiosa, no vengativa; porque no quiere la muerte del pecador sino su regeneración y recuperación en la fraternidad del pueblo. No se trata de eliminar al infractor de la armonía para quitar el mal, sino recuperarlo como hermano y devolverle el lugar que perdió por su actuar destructivo. Eso es lo que se halla detrás de la propuesta guadalupana y lo que se percibe en la sabiduría ancestral de nuestros pueblos que, de muchas maneras, perdura hasta nuestros días, siendo motor de lucha” (Eleazar) para el “buen vivir”.

Consolación no es una simple moción espiritual ni, mucho menos, una emoción instantánea y efímera. Es la compañía permanente del “Otro Consolador”, el Paráclito, enviado por el Padre a petición y en el nombre del Señor Jesús (cf. Jn 14, 16.26; 15,26; 16,7), quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones y nos habilita para consolar a los que están en cualquier tribulación (cf. 2Cor 1,4).
  • Comienza en la alegría experimentada por su presencia dentro de cada discípulo del Señor Jesús y en medio de los pueblos y sus culturas, que dispone a la compasión, haciendo “prójimos” y “aliados” a todos los “sedientos” de justicia y paz.
  • Pasa por la misericordia liberadora que trabaja para reconstruir la armonía en la “comunidad de la vida” y “cuidar” de toda la creación,
  • Concluye en la fiesta final, cuando el mismo Dios “enjugará toda lágrima de los ojos y ya no existirá ni muerte, ni duelo, ni gemidos, ni penas...” (Ap 21,4), cuando no habrá noche, ni necesitaremos luz de lámparas ni de sol, porque el Señor Dios derramará su luz sobre nosotros y reinaremos por los siglos de los siglos” (cf. Ap 22,5).


La ConSOLación que experimentamos y compartimos con los afligidos de la historia, nos anima, nos llena de esperanza activa, tanto al que consuela como al que es consolado, para que podamos continuar el camino hacia la meta final, hacia la consolación plena.  

domingo, 21 de febrero de 2016

Encuentro en las fronteras

"Anunciarán la Gloria de Dios a las naciones" 
El Papa Francisco en la Frontera entre México y Estados Unidos
La gloria de Dios es la vida del hombre, así lo decía San Ireneo en el siglo II, expresión que sigue resonando en el corazón de la Iglesia. La gloria del Padre es la vida de sus hijos. No hay gloria más grande para un padre que ver la realización de los suyos; no hay satisfacción mayor que verlos salir adelante, verlos crecer y desarrollarse. Así lo atestigua la primera lectura que escuchamos. Nínive, una gran ciudad que se estaba autodestruyendo, fruto de la opresión y la degradación, de la violencia y de la injusticia. La gran capital tenía los días contados, ya que no era sostenible la violencia generada en sí misma. Ahí aparece el Señor moviendo el corazón de Jonás, ahí aparece el Padre invitando y enviando su mensajero. Jonás es convocado para recibir una misión. Ve, le dice, porque «dentro de cuarenta días, Nínive será destruida» (Jon 3,4). Ve, ayúdalos a comprender que con esa manera de tratarse, regularse, organizarse, lo único que están generando es muerte y destrucción, sufrimiento y opresión. Hazles ver que no hay vida para nadie, ni para el rey ni para el súbdito, ni para los campos ni para el ganado. Ve y anuncia que se han acostumbrado de tal manera a la degradación que han perdido la sensibilidad ante el dolor. Ve y diles que la injusticia se ha instalado en su mirada. Por eso va Jonás. Dios lo envía a evidenciar lo que estaba sucediendo, lo envía a despertar a un pueblo ebrio de sí mismo.
Y en este texto nos encontramos frente al misterio de la misericordia divina. La misericordia rechaza siempre la maldad, tomando muy en serio al ser humano. Apela siempre a la bondad de cada persona aunque esté dormida, anestesiada. Lejos de aniquilar, como muchas veces pretendemos o queremos hacerlo nosotros, la misericordia se acerca a toda situación para transformarla desde adentro. Ese es precisamente el misterio de la misericordia divina. Se acerca, invita a la conversión, invita al arrepentimiento; invita a ver el daño que a todos los niveles se está causando. La misericordia siempre entra en el mal para transformarlo.
Misterio de nuestro Padre Dios, envía a su Hijo que se metió en el mal, se hizo pecado para transformar el mal. Esa es su misericordia. El rey escuchó, los habitantes de la ciudad reaccionaron y se decretó el arrepentimiento. La misericordia de Dios entró en el corazón revelando y manifestando lo que será nuestra certeza y nuestra esperanza: siempre hay posibilidad de cambio, estamos a tiempo de reaccionar y transformar, modificar y cambiar, convertir lo que nos está destruyendo como pueblo, lo que nos está degradando como humanidad. La misericordia nos alienta a mirar el presente y confiar en lo sano y bueno que late en cada corazón. La misericordia de Dios es nuestro escudo y nuestra fortaleza.
Jonás ayudó a ver, ayudó a tomar conciencia. Acto seguido, su llamada encuentra hombres y mujeres capaces de arrepentirse, capaces de llorar. Llorar por la injusticia, llorar por la degradación, llorar por la opresión. Son las lágrimas las que pueden darle paso a la transformación, son las lágrimas las que pueden ablandar el corazón, son las lágrimas las que pueden purificar la mirada y ayudar a ver el círculo de pecado en que muchas veces se está sumergido. Son las lágrimas las que logran sensibilizar la mirada y la actitud endurecida y especialmente adormecida ante el sufrimiento ajeno. Son las lágrimas las que pueden generar una ruptura capaz de abrirnos a la conversión.
Así le pasó a Pedro, después de haber renegado de Jesús, lloró y las lágrimas le abrieron el corazón. Que esta palabra suene con fuerza hoy entre nosotros, esta palabra es la voz que grita en el desierto y nos invita a la conversión. En este Año de la Misericordia, y en este lugar, quiero con ustedes implorar la misericordia divina, quiero pedir con ustedes el don de las lágrimas, el don de la conversión.
Aquí en Ciudad Juárez, como en otras zonas fronterizas, se concentran miles de migrantes de Centroamérica y otros países, sin olvidar tantos mexicanos que también buscan pasar «al otro lado». Un paso, un camino cargado de terribles injusticias: esclavizados, secuestrados, extorsionados, muchos hermanos nuestros son fruto del negocio de tráfico humano, de la trata de personas.
No podemos negar la crisis humanitaria que en los últimos años ha significado la migración de miles de personas, ya sea por tren, por carretera e incluso a pie, atravesando cientos de kilómetros por montañas, desiertos, caminos inhóspitos. Esta tragedia humana que representa la migración forzada hoy en día es un fenómeno global. Esta crisis, que se puede medir en cifras, nosotros queremos medirla por nombres, por historias, por familias. Son hermanos y hermanas que salen expulsados por la pobreza y la violencia, por el narcotráfico y el crimen organizado. Frente a tantos vacíos legales, se tiende una red que atrapa y destruye siempre a los más pobres. No sólo sufren la pobreza sino que además tienen que sufrir todas estas formas de violencia. Injusticia que se radicaliza en los jóvenes, ellos, «carne de cañón», son perseguidos y amenazados cuando tratan de salir de la espiral de violencia y delinfierno de las drogas. ¡Y qué decir de tantas mujeres a quienes les han arrebatado injustamente la vida!
Pidámosle a nuestro Dios el don de la conversión, el don de las lágrimas, pidámosle tener el corazón abierto, como los ninivitas, a su llamado en el rostro sufriente de tantos hombres y mujeres. ¡No más muerte ni explotación! Siempre hay tiempo de cambiar, siempre hay una salida, siempre hay una oportunidad, siempre hay tiempo de implorar la misericordia del Padre.
Como sucedió en tiempo de Jonás, hoy también apostamos por la conversión; hay signos que se vuelven luz en el camino y anuncio de salvación. Sé del trabajo de tantas organizaciones de la sociedad civil a favor de los derechos de los migrantes. Sé también del trabajo comprometido de tantas hermanas religiosas, de religiosos y sacerdotes, de laicos que se la juegan en el acompañamiento y en la defensa de la vida. Asisten en primera línea arriesgando muchas veces la propia vida suya. Con sus vidas son profetas de la misericordia, son el corazón comprensivo y los pies acompañantes de la Iglesia que abre sus brazos y sostiene.
Es tiempo de conversión, es tiempo de salvación, es tiempo de misericordia. Por eso, digamos junto al sufrimiento de tantos rostros: «Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor apiádate de nosotros… purifícanos de nuestros pecados y crea en nosotros un corazón puro, un espíritu nuevo» (cf. Sal 50/51,3.4.12). Y también deseo en este momento saludar desde aquí a nuestros queridos hermanos y hermanas que nos acompañan simultáneamente al otro lado de la frontera, en especial a aquellos que se han congregado en el estadio de la Universidad del Paso conocido como el Sun Bowl. Bajo la guía de su Obispo, Mons. Mark Seitz. Gracias a la ayuda de la tecnología podemos orar, cantar y celebrar juntos ese amor misericordioso que el Señor nos da y que ninguna frontera podrá impedirnos compartir, 
Gracias hermanos y hermanas, gracias hermanos y hermanas de El Paso por hacernos sentir una misma familia y una misma comunidad cristiana.

jueves, 18 de febrero de 2016

En la escuela de la tradición Guadalupana

Vuestro pasado es un pozo de riquezas donde excavar
El Papa Francisco a los obispos de México (13 Feb. 16 / 01:14 pm)
Queridos Hermanos:
Estoy contento de poder encontrarlos al día siguiente de mi llegada a este amado País al cual, siguiendo los pasos de mis Predecesores, también yo he venido a visitar.
No podía dejar de venir ¿Podría el Sucesor de Pedro, llamado del lejano sur latinoamericano, privarse de poder posar la propia mirada sobre la «Virgen Morenita»?
Les agradezco que me reciban en esta Catedral, (casita) «casita» prolongada pero siempre «sagrada», que pidió la Virgen de Guadalupe, y por las amables palabras de acogida que me han dirigido.
Porque sé que aquí se halla el corazón secreto de cada mexicano, entro con pasos suaves como corresponde entrar en la casa y en el alma de este pueblo y estoy profundamente agradecido por abrirme la puerta. Sé que mirando los ojos de la Virgen alcanzo la mirada de vuestra gente que, en Ella, ha aprendido a manifestarse. Sé que ninguna otra voz puede hablar así tan profundamente del corazón mexicano como me puede hablar la Virgen; Ella custodia sus más altos deseos y sus más recónditas esperanzas; Ella recoge sus alegrías y sus lágrimas; Ella comprende sus numerosos idiomas y les responde con ternura de Madre porque son sus propios hijos.
Estoy contento de estar con ustedes aquí, en las cercanías del «Cerro del Tepeyac», como en los albores de la evangelización de este Continente y, por favor, les pido que me consientan que todo cuanto les diga pueda hacerlo partiendo desde la Guadalupana. Cuánto quisiera que fuese Ella misma quien les lleve, hasta lo profundo de sus almas de Pastores y, por medio de ustedes, a cada una de sus Iglesias particulares presentes en este vasto México, todo lo que fluye intensamente del corazón del Papa.
Como hizo San Juan Diego, y lo hicieron las sucesivas generaciones de los hijos de la Guadalupana, también el Papa cultivaba desde hace tiempo el deseo de mirarla. Más aún, quería yo  mismo ser alcanzado por su mirada materna. He reflexionado mucho sobre el misterio de esta mirada y les ruego acojan cuanto brota de mi corazón de Pastor en este momento.
Una mirada de ternura
Ante todo, la «Virgen Morenita» nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia.
Un inquieto y notable literato de esta tierra dijo que en Guadalupe ya no se pide la abundancia de las cosechas o la fertilidad de la tierra, sino que se busca un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la búsqueda de un resguardo, de un hogar.
Transcurridos siglos del evento fundante de este País y de la evangelización del Continente, ¿acaso se ha diluido, se ha olvidado, la necesidad de regazo que anhela el corazón del pueblo que se les ha confiado a ustedes? (no)
Conozco la larga y dolorosa historia que han atravesado, no sin derramar tanta sangre, no sin impetuosas y desgarradoras convulsiones, no sin violencia e incomprensiones. Con razón mi venerado y santo Predecesor, dijo, que en México estaba como en su casa y ha querido recordar que: «Como ríos a veces ocultos y siempre caudalosos, tres realidades que unas veces se encuentran y otras revelan sus diferencias complementarias, sin jamás confundirse del todo: la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas que amaron Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga, a quienes muchos de estos pueblos siguen llamando padres; el cristianismo arraigado en el alma de los mexicanos; y la moderna racionalidad de corte europeo que tanto ha querido enaltecer la independencia y la libertad» (Juan Pablo II, Discurso en la ceremonia de bienvenida en México, 22 enero 1999).
Y en esta historia, el regazo materno que continuamente ha generado a México, aunque a veces pareciera una «red que recogía ciento cincuenta y tres peces» (Jn 21,11), no se demostró jamás infecundo, y las amenazantes fracturas se recompusieron siempre.
Por eso, les invito a partir nuevamente de esta necesidad de regazo que proclama el alma de vuestro pueblo. El regazo de la fe cristiana es capaz de reconciliar el pasado, frecuentemente marcado por la soledad, el aislamiento y la marginación, con el futuro continuamente relegado a un mañana que se escabulle. Sólo en aquel regazo se puede, sin renunciar a la propia identidad, «descubrir la profunda verdad de la nueva humanidad, en la cual todos están llamados a ser hijos de Dios» (ID., Homilía en la Canonización de San Juan Diego).
Reclínense pues (hermanos), con delicadeza y respeto, sobre el alma profunda de su gente, desciendan con atención y descifren su misterioso rostro. El presente, frecuentemente disuelto en dispersión y fiesta, ¿acaso no es también propedéutico a Dios que es sólo y pleno presente? ¿La familiaridad con el dolor y la muerte no son formas de coraje y caminos hacia la esperanza? La percepción de que el mundo sea siempre y solamente para redimir, ¿no es el antídoto a la autosuficiencia prepotente de cuantos creen poder prescindir de Dios?
Naturalmente, por todo esto se necesita una mirada capaz de reflejar la ternura de Dios. Sean por lo tanto obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro luminoso. No le tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor (cf. Ex 14,24-25).
El mundo en el cual el Señor nos llama a desarrollar nuestra misión se ha vuelto muy complejo. Y aunque la prepotente idea del «cogito» (del famoso cogito), que no negaba que hubiese al menos una roca sobre la arena del ser, hoy está dominada por una concepción de la vida, considerada por muchos, más que nunca, vacilante, errabunda y anómica, porque carece de sustrato sólido. Las fronteras, tan intensamente invocadas y sostenidas, se han vuelto permeables a la novedad de un mundo en el cual la fuerza de algunos ya no puede sobrevivir sin la vulnerabilidad de (los) otros. La irreversible hibridación de la tecnología hace cercano lo que está lejano pero, lamentablemente, hace distante lo que debería estar cerca.
Y, precisamente en este mundo, así, Dios les pide tener una mirada capaz de interceptar la pregunta que grita en el corazón de vuestra gente, la única que posee en el propio calendario una «fiesta del grito». A ese grito es necesario responder que Dios existe y está cerca a través de Jesús. Que sólo Dios es la realidad sobre la cual se puede construir, porque «Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano» (Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del CELAM, 13 mayo 2007).
En las miradas de ustedes, el Pueblo mexicano tiene el derecho de encontrar las huellas de quienes «han visto al Señor» (cf. Jn 20,25), de quienes han estado con Dios. Esto es lo esencial. No pierdan, entonces, tiempo y energías en las cosas secundarias, en las habladurías e intrigas, en los vanos proyectos de carrera, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubs de intereses o de consorterías. No se dejen arrastrar por las murmuraciones y las maledicencias. Introduzcan a sus sacerdotes en esta comprensión del sagrado ministerio. A nosotros, ministros de Dios, basta la gracia de «beber el cáliz del Señor», el don de custodiar la parte de su heredad que se nos ha confiado, aunque seamos inexpertos administradores. Dejemos al Padre asignarnos el puesto que nos tiene preparado (cf. Mt 20,20-28).
¿Acaso podemos estar de verdad ocupados en otras cosas si no es en las del Padre? Fuera de las «cosas del Padre» (Lc 2,48-49) perdemos nuestra identidad y, culpablemente (y culpablemente...) , hacemos vana su gracia.
Si nuestra mirada no testimonia haber visto a Jesús, entonces las palabras que recordamos de Él resultan solamente figuras retóricas vacías. Quizás expresen la nostalgia de aquellos que no pueden olvidar al Señor, pero de todos modos son sólo el balbucear de huérfanos junto al sepulcro. Palabras finalmente  incapaces de impedir que el mundo quede abandonado y  reducido a la propia potencia desesperada.
Pienso en la necesidad de ofrecer un regazo materno a los jóvenes. Que vuestras miradas sean capaces de cruzarse con las miradas de ellos, de amarlos y de captar lo que ellos buscan, con aquella fuerza con la que muchos como ellos han dejado barcas y redes sobre la otra orilla del mar (cf. Mc 1,17-18), han abandonado bancos de extorsiones con tal de seguir al Señor de la verdadera riqueza (cf. Mt 9,9).
Me preocupan particularmente tantos que, seducidos por la potencia vacía del mundo, exaltan las quimeras y se revisten de sus macabros símbolos para comercializar la muerte en cambio de monedas que, al final, «la polilla y el óxido echan a perder, y por lo que los ladrones perforan muros y roban» (Mt 6,20). Les ruego por favor no minusvalorar el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa para la juventud y para la entera sociedad mexicana, comprendida la Iglesia.
La proporción del fenómeno, la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión, como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, Pastores de la Iglesia, refugiarnos en condenas genéricas (formas de nominalismo), sino que exigen un coraje profético y un serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer aquella delicada red humana, sin la cual todos seríamos desde el inicio derrotados por tal insidiosa amenaza. Sólo comenzando por las familias; acercándonos y abrazando la periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras ciudades; involucrando a las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, las comunidades políticas, las estructuras de seguridad; sólo así se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de sangre, aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada. (perdón pero  ... se me seca la boca...)
Volviendo la mirada a María de Guadalupe (diré una segunda cosa) surge una mirada capaz de tejer
En el manto del alma mexicana Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas de su gente, el rostro de su manifestación en la «Morenita». Dios no necesita de colores apagados para diseñar su rostro. Los diseños de Dios no están condicionados por los colores y por los hilos, sino que están determinados por la irreversibilidad de su amor que quiere persistentemente imprimirse en nosotros.
Sean, por tanto, obispos capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de pueblo, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo.
Redescubran pues la sabia y humilde constancia con que los Padres de la fe de esta Patria han sabido introducir a las generaciones sucesivas en la semántica del misterio divino. Primero aprendiendo y, luego, enseñando la gramática necesaria para dialogar con aquel Dios, escondido en los siglos de su búsqueda y hecho cercano en la persona de su Hijo Jesús, que hoy tantos reconocen en la imagen ensangrentada y humillada, como figura del propio destino. Imiten su condescendencia y su capacidad de reclinarse. No comprenderemos jamás bastante el hecho de que con los hilos mestizos de nuestra gente Dios entretejió el rostro con el cual se da a conocer. Nunca seremos suficientemente agradecidos a este inclinarse (a esta synkatabasis).
Una mirada de singular delicadeza les pido para los pueblos indígenas, para ellos y sus fascinantes y no pocas veces masacradas culturas. México tiene necesidad de sus raíces amerindias para no quedarse en un enigma irresuelto. Los indígenas de México aún esperan que se les reconozca efectivamente la riqueza de su contribución y la fecundidad de su presencia, para heredar aquella identidad que les convierte en una Nación única y no solamente una entre otras.
Se ha hablado muchas veces del presunto destino incumplido de esta Nación, del «laberinto de la soledad» en el cual estaría aprisionada, de la geografía como destino que la entrampa. Para algunos, todo esto sería obstáculo para el diseño de un rostro unitario, de una identidad adulta, de una posición singular en el concierto de las naciones y de una misión compartida.
Para otros, también la Iglesia en México estaría condenada a escoger entre sufrir la inferioridad en la cual fue relegada en algunos períodos de su historia, como cuando su voz fue silenciada y se buscó amputar su presencia, o aventurarse en los fundamentalismos para volver a tener certezas provisorias (como aquel cogito famoso), olvidándose de tener anidada en su corazón la sed del Absoluto y ser llamada en Cristo a reunir a todos y no sólo una parte (cf. Lumen gentium, 1, 1).
No se cansen en cambio de recordarle a su Pueblo cuánto son potentes las raíces antiguas, que han permitido la viva síntesis cristiana de comunión humana, cultural y espiritual que se forjó aquí. Recuerden que las alas de su Pueblo ya se han desplegado varias veces por  encima de no pocas vicisitudes. Custodien la memoria del largo camino hasta ahora recorrido (sean deuteronomicos) y sepan suscitar la esperanza de nuevas metas, porque el mañana será una tierra «rica de frutos» aunque nos plantee desafíos no indiferentes (cf. Nm 13,27-28).
Que las miradas de ustedes, reposadas siempre y solamente en Cristo, sean capaces de contribuir a la unidad de su Pueblo; de favorecer la reconciliación de sus diferencias y la  integración de sus diversidades; de promover la solución de sus problemas endógenos; de recordar la medida alta (la medida alta) que México puede alcanzar si aprende a pertenecerse a sí mismo antes que a otros; de ayudar a encontrar soluciones compartidas y sostenibles para sus miserias; de motivar a la entera Nación a no contentarse con menos de cuanto se espera del modo mexicano de habitar el mundo.
(una tercera reflexión) Una mirada atenta y cercana, no adormecida
Les ruego no caer en la paralización de dar viejas respuestas a las nuevas demandas. Vuestro pasado es un pozo de riquezas donde excavar, que puede inspirar el presente e iluminar el futuro. ¡Ay de ustedes si se duermen en los laureles! Es necesario no desperdiciar la herencia recibida, custodiándola con un trabajo constante. Están asentados sobre espaldas de gigantes: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, fieles «hasta el final», que han ofrecido la vida para que la Iglesia pudiese cumplir la propia misión. Desde lo alto de ese podio están llamados a lanzar una mirada amplia sobre el campo del Señor para planificar la siembra y esperar la cosecha.
Los invito (a cansarse) a cansarse sin miedo en la tarea de evangelizar y de profundizar la fe mediante una catequesis mistagógica que sepa atesorar la religiosidad popular de su gente. Nuestro tiempo requiere atención pastoral a las personas y a los grupos, que esperan poder salir al encuentro del Cristo vivo. Solamente una valerosa conversión pastoral, y subrayo, conversión pastoral de nuestras comunidades puede buscar, generar y nutrir a los actuales discípulos de Jesús (cf. Documento de Aparecida, 226, 368, 370).
Por tanto, es necesario para nosotros, pastores, superar la tentación de la distancia -y dejo a cada uno de ustedes el catálogo de las distancias que puedan existir en esta conferencia episcopal- (no las conozco, pero la tentación de las distancias) del clericalismo, de la frialdad y de la indiferencia, del comportamiento triunfal y de la autorreferencialidad. Guadalupe nos enseña que Dios es familiar en su rostro, que la proximidad y la condescendencia -agacharse, acercarse- pueden más que la fuerza, que cualquier tipo de fuerza.
Como enseña la bella tradición guadalupana, la «Morenita» custodia las miradas de aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos miran en la búsqueda de Dios. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales miradas. Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón, resguardarlos.
Sólo una Iglesia que sepa resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su puerta es capaz de hablarles de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan y, precisamente, este encuentro se realiza en nuestro corazón de Pastores.
El primer rostro que les suplico custodien en su corazón es el de sus sacerdotes. No los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón. Estén atentos y aprendan a leer sus miradas para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto «han hecho y enseñado» (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sientan un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque «han negado al Señor» (cf. Lc 22,61-62), y también ¿por qué no? para sostener, en comunión con Cristo, cuando alguno, (ya) abatido, saldrá con Judas «en la noche» (Jn 13,30).
En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, Obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas.
La necesidad de familiaridad habita en el corazón de Dios. Nuestra Señora de Guadalupe pide, pues, únicamente una «casita sagrada». Nuestros pueblos latinoamericanos entienden bien el lenguaje diminutivo (una casita sagrada) y de muy buen grado lo usan. Quizá tienen necesidad del diminutivo porque de otra forma se sentirían perdidos. Se adaptaron siempre a sentirse disminuidos y se acostumbraron a vivir en la modestia.
La Iglesia, cuando se congrega en una majestuosa Catedral, no podrá hacer menos que comprenderse como una «casita» en la cual sus hijos pueden sentirse a su propio gusto. Delante de Dios sólo se permanece si se es pequeño, si se es huérfano, si se es mendicante. El Protagonista de la historia de salvación es el mendigo.
«Casita» familiar y al mismo tiempo «sagrada», porque la proximidad se llena de la grandeza omnipotente. Somos guardianes de este misterio. Tal vez hemos perdido este sentido de la humilde medida divina (sentido de la humilde medida divina) y nos cansamos de ofrecer a los nuestros la «casita» en la cual se sienten íntimos con Dios. Puede darse también que, habiendo descuidado un poco el sentido de su grandeza, se haya perdido parte del temor reverente hacia un tal amor. Donde Dios habita, el hombre no puede acceder sin ser admitido y entra solamente «quitándose las sandalias» (cf. Ex 3, 5) para confesar la propia insuficiencia.
Este habernos olvidado de este «quitarse las sandalias» para entrar, ¿no está posiblemente en la raíz de la pérdida del sentido de la sacralidad de la vida humana, de la persona, de los valores esenciales, de la sabiduría acumulada a lo largo de los siglos, del respeto a la naturaleza? Sin rescatar, en la conciencia de los hombres y de la sociedad, estas raíces profundas, incluso al trabajo generoso en favor de los legítimos derechos humanos le faltará la savia vital que puede provenir sólo de un manantial que la humanidad no podrá darse jamás a sí misma.Y siempre mirando a la madre, para terminar.
(Y siempre mirando a la madre para terminar) Una mirada de conjunto y de unidad
Sólo mirando a la «Morenita», México se comprende por completo. Por tanto, les invito a comprender que la misión que la Iglesia les confía, y siempre les confió, requiere esta mirada que abarque la totalidad. Y esto no puede realizarse aisladamente, sino sólo en comunión.
La Guadalupana está ceñida de una cintura que anuncia su fecundidad. Es la Virgen que lleva ya en el vientre el Hijo esperado por los hombres. Es la Madre que ya gesta la humanidad del nuevo mundo naciente. Es la Esposa que prefigura la maternidad fecunda de la Iglesia de Cristo. Ustedes tienen la misión de ceñir toda la Nación mexicana con la fecundidad de Dios. Ningún pedazo de esta cinta puede ser despreciado.
El episcopado mexicano ha cumplido notables pasos en estos años conciliares; ha aumentado sus miembros; se ha promovido una permanente formación, continua y cualificada; el ambiente fraterno no faltó; el espíritu de colegialidad ha crecido; las intervenciones pastorales han influido sobre sus Iglesias y sobre la conciencia nacional; los trabajos pastorales compartidos han sido fructuosos en los campos esenciales de la misión eclesial como la familia, las vocaciones y la presencia social.
Mientras nos alegramos por el camino de estos años, les pido que no se dejen desanimar por las dificultades y de no ahorrar todo esfuerzo posible por promover, entre ustedes y en sus diócesis, el celo misionero, sobre todo hacia las partes más necesitadas del único cuerpo de la Iglesia mexicana. Redescubrir que la Iglesia es misión es fundamental para su futuro, porque sólo el «entusiasmo, el estupor convencido» de los evangelizadores tiene la fuerza de arrastre. Les ruego, especialmente, cuidar la formación y la preparación de los laicos, superando toda forma de clericalismo e involucrándolos activamente en la misión de la Iglesia, sobre todo en el hacer presente, con el testimonio de la propia vida, el evangelio de Cristo en el mundo.
A este Pueblo mexicano, le ayudará mucho un testimonio unificador de la síntesis cristiana y una visión compartida de la identidad y del destino de su gente. En este sentido, sería muy importante que la Pontificia Universidad de México esté cada vez más en el corazón de los esfuerzos eclesiales para asegurar aquella mirada de universalidad sin la cual la razón, resignada a módulos parciales, renuncia a su más alta aspiración de búsqueda de la verdad.
La misión es vasta y llevarla adelante requiere múltiples caminos. Y, con más viva insistencia, los exhorto a conservar la comunión y la unidad entre ustedes. Esto es esencial hermanos, esto no está en el texto pero me sale ahora: si tienen que pelearse, peléense, si tienen que decirse cosas, se las digan, pero como hombres, en la cara y como hombres de Dios, que después van a  rezar juntos, a discernir juntos y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal.
Comunión y unidad entre ustedes
La comunión es la forma vital de la Iglesia y la unidad de sus Pastores da prueba de su veracidad. México, y su vasta y multiforme Iglesia, tienen necesidad de Obispos servidores y custodios de la unidad edificada sobre la Palabra del Señor, alimentada con su Cuerpo y guiada por su Espíritu, que es el aliento vital de la Iglesia.
No se necesitan «príncipes», sino una comunidad de testigos del Señor. Cristo es la única luz; es el manantial de agua viva; de su respiro sale el Espíritu, que despliega las velas de la barca eclesial. En Cristo glorificado, que la gente de este pueblo ama honrar como Rey, enciendan juntos la luz, cólmense de su presencia que no se extingue; respiren a pleno pulmón el aire bueno de su Espíritu. Toca a ustedes sembrar a Cristo sobre el territorio, tener encendida su luz humilde que clarifica sin ofuscar, asegurar que en sus aguas se colme la sed de su gente; extender las velas para que sea el soplo del Espíritu quien las despliegue y no encalle en la barca de la Iglesia en México.
Recuerden que la Esposa, la Esposa de cada uno de ustedes, la Esposa, la Madre Iglesia, sabe bien que el Pastor amado (cf. Ct 1,7) será encontrado sólo donde los pastos son herbosos y los riachuelos cristalinos. La Esposa desconfía de los compañeros del Esposo que, alguna vez por desidia o incapacidad, conducen a la grey por lugares áridos y llenos de peñascos. ¡Ay de nosotros pastores, compañeros del Supremo Pastor, si dejamos vagar a su Esposa porque en la tienda que nos hicimos el Esposo no se encuentra!
Permítanme una última palabra para expresar el aprecio del Papa por todo cuanto están haciendo para afrontar el desafío de nuestra época representada en las migraciones. Son millones los hijos de la Iglesia que hoy viven en la diáspora o en el tránsito, peregrinando hacia el norte en búsqueda de nuevas oportunidades. Muchos de ellos dejan atrás las propias raíces para aventurarse, aún en la clandestinidad que implica todo tipo de riesgos, en búsqueda de la «luz verde» que juzgan como su esperanza. Tantas familias se dividen; y no siempre la integración en la presunta «tierra prometida» es tan fácil como se piensa.
Hermanos, que sus corazones sean capaces de seguirlos y alcanzarlos más allá de las fronteras. Refuercen la comunión con sus hermanos del episcopado estadounidense, para que la presencia materna de la Iglesia mantenga viva las raíces de su fe, las razones de sus esperanzas y la fuerza de su caridad. No suceda que, colgando sus cítaras, se enmudezcan sus alegrías, olvidándose de Jerusalén y convirtiéndose en «exilados de sí mismos» (Sal 136). Testimonien juntos que la Iglesia es custodia de una visión unitaria del hombre y no puede compartir que sea reducido a un mero «recurso» humano.
No será vana la premura de sus diócesis en echar el poco bálsamo que tienen en los pies heridos de quien atraviesa sus territorios y de gastar por ellos el dinero duramente colectado; el Samaritano divino, al final, enriquecerá a quien no pasó indiferente ante Él cuando estaba caído sobre el camino (cf. Lc 10,25-37).
Queridos hermanos, el Papa está seguro de que México y su Iglesia llegarán a tiempo a la cita consigo mismos, con la historia, con Dios. Tal vez alguna piedra en el camino retrasa la marcha, y la fatiga del trayecto exigirá alguna parada, pero no será jamás bastante para hacer perder la meta. Porque, ¿puede llegar tarde quien tiene una Madre que lo espera? ¿Quien continuamente puede sentir resonar en el propio corazón «no estoy aquí, Yo, que soy tu Madre»? (gracias)
Fuente: https://www.aciprensa.com/noticias/encuentro-con-los-obispos-de-mexico-en-la-catedral-23106/
Nota: los textos entre paréntesis (...), tomados del discurso filmado, fueron agregados por el Papa mientras hablaba.

lunes, 15 de febrero de 2016

El cuidado del ambiente y sus raíces humanas

¡Perdón!, perdón hermanos
El Papa Francisco en San Cristóbal de las Casas - Chiapas
Li smantal Kajvaltike toj lek – la ley del Señor es perfecta del todo y reconforta el alma, así comenzaba el salmo que hemos escuchado. La ley del Señor es perfecta; y el salmista se encarga de enumerar todo lo que esa ley genera al que la escucha y la sigue: reconforta el alma, hace sabio al sencillo, alegra el corazón, es luz para alumbrar el camino.
Esa es la ley que el Pueblo de Israel había recibido de mano de Moisés, una ley que ayudaría al Pueblo de Dios a vivir en la libertad a la que habían sido llamados. Ley que quería ser luz para sus pasos y acompañar el peregrinar de su Pueblo. Un Pueblo que había experimentado la esclavitud y el despotismo del Faraón, que había experimentado el sufrimiento y el maltrato hasta que Dios dice basta, hasta que Dios dice: ¡No más! He visto la aflicción, he oído el clamor, he conocido su angustia(cf. Ex 3,9). Y ahí se manifiesta el rostro de nuestro Dios, el rostro del Padre que sufre ante el dolor, el maltrato, la inequidad en la vida de sus hijos; y su Palabra, su ley, se volvía símbolo de libertad, símbolo de alegría, de sabiduría y de luz. Experiencia, realidad que encuentra eco en esa expresión que nace de la sabiduría acuñada en estas tierras desde tiempos lejanos, y que reza en el Popol Vuh de la siguiente manera: El alba sobrevino sobre las tribus juntas. La faz de la tierra fue enseguida saneada por el sol (33). El alba sobrevino para los pueblos que una y otra vez han caminado en las distintas tinieblas de la historia.
En esta expresión, hay un anhelo de vivir en libertad, hay un anhelo que tiene sabor a tierra prometida donde la opresión, el maltrato y la degradación no sean moneda corriente. En el corazón del hombre y en la memoria de muchos de nuestros pueblos está inscrito el anhelo de una tierra, de un tiempo donde la desvalorización sea superada por la fraternidad, la injusticia sea vencida por la solidaridad y la violencia sea callada por la paz.
Nuestro Padre no sólo comparte ese anhelo, Él mismo lo ha estimulado y lo estimula al regalarnos a su hijo Jesucristo. En Él encontramos la solidaridad del Padre caminando a nuestro lado. En Él vemos cómo esa ley perfecta toma carne, toma rostro, toma la historia para acompañar y sostener a su Pueblo; se hace Camino, se hace Verdad, se hace Vida, para que las tinieblas no tengan la última palabra y el alba no deje de venir sobre la vida de sus hijos.
De muchas maneras y de muchas formas se ha querido silenciar y callar este anhelo, de muchas maneras han intentado anestesiarnos el alma, de muchas formas han pretendido aletargar y adormecer la vida de nuestros niños y jóvenes con la insinuación de que nada puede cambiar o de que son sueños imposibles. Frente a estas formas, la creación también sabe levantar su voz; «esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que “gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22)» (Laudato si’, 2).
El desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos impactan a todos (cf. Laudato si’,14) y nos interpelan. Ya no podemos hacernos los sordos frente a una de las mayores crisis ambientales de la historia.
En esto ustedes tienen mucho que enseñarnos, que enseñar a la humanidad. Sus pueblos, como han reconocido los obispos de América Latina, saben relacionarse armónicamente con la naturaleza, a la que respetan como «fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano» (Aparecida, 472).
Sin embargo, muchas veces, de modo sistemático y estructural, vuestros pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón!, perdón hermanos. El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita a ustedes.
Los jóvenes de hoy, expuestos a una cultura que intenta suprimir todas las riquezas, características y diversidades culturales en pos de un mundo homogéneo, necesitan estos jóvenes que no se pierda la sabiduría de sus ancianos.
El mundo de hoy, preso del pragmatismo, necesita reaprender el valor de la gratuidad.
Estamos celebrando la certeza de que «el Creador no nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, que no se arrepiente de habernos creado» (Laudato si’, 13). Celebramos que Jesucristo sigue muriendo y resucitado en cada gesto que tengamos con el más pequeño de nuestros hermanos. Animémonos a seguir siendo testigos de su Pasión, de su Resurrección haciendo carne Li smantal Kajvaltike toj lek –la ley del Señor que es perfecta del todo y reconforta el alma.
Fuente: 
http://www.lanacion.com.ar/1871243-papa-francisco-chiapas-comunidades-indigenas

domingo, 14 de febrero de 2016

Alegeria de saber que no estamos solos

"En ella y con ella (Maria),
 Dios se hace hermano y compañero de camino"
Escuchamos cómo María fue al encuentro de su prima Isabel. Sin demoras, sin dudas, sin lentitud va a acompañar a su pariente que estaba en los últimos meses de embarazo.
El encuentro con el ángel a María no la detuvo, porque no se sintió privilegiada, ni que tenía que apartarse de la vida de los suyos. Al contrario, reavivó y puso en movimiento una actitud por la que María es y será reconocida siempre como la mujer del «sí», un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento, un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás.
Escuchar este pasaje evangélico y en esta casa tiene un sabor especial. María, la mujer del sí, también quiso visitar a los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio San Juan Diego. Y así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Y así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba a sí mismo como «mecapal, cacaxtle, cola, ala, es decir sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el embajador, muy digno de confianza».
En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro que luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario custodia. En ese amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la esperanza de un Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos.
En ese amanecer, Juancito experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada —con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre— le dice: no, que él sería su embajador.
Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no estar a la «altura de las circunstancias» o por no «aportar el capital necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse. El Santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos.
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle: Madre, «¿Qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la transformación.
Por eso creo que hoy nos va a servir un poco de silencio. Mirarla a ella, mirarla mucho y calmadamente, y decirle como hizo aquel otro hijo que la quería mucho:
«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra transparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
(Himno litúrgico)
Y en silencio y, en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿Qué entristece tu corazón?» (cf. Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119).
Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar; como a Juanito, hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó, consuela al que está triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios.
Y en silencio le decimos lo que nos venga al corazón ¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos.
Fuente:
https://www.aciprensa.com/noticias/santa-misa-en-la-basilica-de-guadalupe-23377/