II Ser humano: ser para la santidad
La santidad entendida desde las Religiones, tiene sus comprensiones, moldes, procesos y reconocimientos. Aquí la quiero entender como la plena humanización, proyecto que puede ser asumido por cualquier ser humano, de cualquier credo o espiritualidad. Cuanto más humano, más santo. Cuanto más sato, más humano.
En uno de los textos de El Principito se lee: "Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo. Transmite primero en los hombres y mujeres el anhelo del mar libre y ancho" (A. Saint-Exupéry). Ese mar libre y ancho, en el camino de la vida, en su expresión humana, lo veo en la SANTIDAD, entendida como humanidad en plenitud y totalidad, en una vida bien vivida, en plenitud y felicidad. En esta visión, sueño personal, me inspira la persona del Galileo Jesús de Nazaret y su Evangelio, vivido integralmente por muchos de sus discípulos misioneros, reconocidos y propuestos por la Iglesia Católica como santos. Pero queda por contar una multitud de creyentes católicos y de otras espiritualidades, que aún viviendo santamente, no son identificados ni propuestos a consideración.
El ser humano, un ser para la santidad
¿Qué sentido tiene la vida humana? ¿Estamos aquí por casualidad, o existe un propósito más alto que dé dirección y plenitud a nuestra existencia? Desde tiempos remotos, el ser humano ha buscado respuestas a estas preguntas fundamentales. En la tradición cristiana, una afirmación clara y potente responde a estas inquietudes: el ser humano ha sido creado para la santidad. No como una carga, sino como su destino más alto, su vocación más profunda y su plenitud más real.
La Sagrada Escritura
nos revela que el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gén
1,26). Esto no significa simplemente que poseemos inteligencia o libertad, sino
que estamos llamados a participar de la vida divina, a reflejar el amor, la verdad
y la bondad de Dios en nuestra propia vida. En otras palabras, estamos hechos
para ser santos.
La santidad, lejos de
ser algo extraordinario o reservado a unos pocos, es el verdadero destino de
todo ser humano. Como dice el apóstol Pablo: “Esta es la voluntad de Dios:
vuestra santificación” (1 Tes 4,3).
2. La santidad como vocación universal
El Concilio Vaticano
II, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, proclamó con claridad
que todos estamos llamados a la santidad, sin distinción de estado, edad o
condición. Esta enseñanza rompió con una visión reducida de la santidad como
algo propio del clero o la vida consagrada. Hoy sabemos que se puede ser santo
como padre o madre de familia, como estudiante, como trabajador, como político,
como artista, como joven o anciano.
La santidad no es
evasión del mundo, sino precisamente lo contrario: es vivir en medio del mundo
con un corazón en Dios y las manos al servicio del prójimo.
Vivir para la santidad
no significa renunciar a la humanidad, sino alcanzar su máxima expresión. Los
santos no son personas apagadas o tristes, sino seres humanos plenamente
realizados, que han vivido con profundidad, autenticidad y entrega. La santidad
no anula la personalidad; la transfigura.
Un santo es alguien que
ama de verdad, que busca el bien, que se levanta cuando cae, que vive en la
verdad, que perdona, que no se encierra en sí mismo, que entrega su vida por
algo más grande. Es decir, alguien profundamente humano.
La sociedad
contemporánea, marcada muchas veces por el individualismo, el consumismo y el
relativismo, no favorece una vida santa. Hay muchas voces que prometen
felicidad sin compromiso, éxito sin esfuerzo, placer sin amor. En este
contexto, hablar de santidad parece anticuado o incluso ingenuo.
Sin embargo, el corazón
humano sigue sediento de verdad, de amor y de eternidad. En el fondo, todos
anhelamos una vida con sentido, una existencia que no termine en el vacío. La
santidad, entonces, no es una utopía, sino la respuesta más coherente y profunda
al anhelo del alma humana.
A lo largo de la
historia, Dios ha regalado a la humanidad testigos de santidad: santos
canonizados, pero también innumerables hombres y mujeres anónimos que han
vivido con fidelidad, amor y esperanza. Sus vidas muestran que la santidad es
posible, que vale la pena, y que transforma no solo a la persona, sino también
a su entorno.
Desde San Francisco de
Asís hasta Santa Teresa de Calcuta, desde mártires hasta padres de familia
ejemplares, estos santos son faros que iluminan nuestra propia vocación.
Creer que el ser humano
es un ser para la santidad es recuperar la dignidad y grandeza de nuestra
vocación. No hemos sido creados para la mediocridad, ni para una vida
superficial, sino para la plenitud del amor.
La santidad no es
perfección sin errores, sino fidelidad al amor en medio de las debilidades. Es
un camino que se recorre día a día, con la fuerza de la gracia de Dios y la
libertad de nuestra respuesta.
Hoy, más que nunca, el
mundo necesita santos: personas auténticas, alegres, coherentes, profundamente
humanas y profundamente divinas. El llamado está hecho. La puerta está abierta.
Tú también estás llamado a ser santo.

