miércoles, 10 de diciembre de 2014

La alegria de la compañia


Un año para pensar, orar y vivir la Vida Consagrada
 
 
Consolad, consolad a mi Pueblo
Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén. (Is. 40, 1-2)

A la escucha

Con una peculiaridad estilística que se encuentra también más adelante (cf. Is 51,17; 52,1: ¡Despierta, despierta!), los oráculos de la segunda parte de Isaías (Is 40-55) lanzan una llamada entusiasta a socorrer a Israel deportado, que tiende a cerrarse en el vacío de una memoria fallida. El contexto histórico pertenece claramente a la fase de la larga deportación del pueblo en Babilonia (587-538 A.C), con la consiguiente humillación y el sentido de impotencia para salir de ella. Todavía, la disgregación del imperio asirio bajo la presión de la nueva potencia emergente, la de Persia, guiada por el astro naciente que fue Ciro, hace intuir al profeta que podría realizarse una liberación inesperada. Y así será. El profeta, inspirado por Dios, da voz pública a esta posibilidad, interpretando las agitaciones políticas y militares como acción guiada misteriosamente por Dios a través de Ciro y proclama que la liberación está cerca y el retorno a la tierra de los padres está a punto de realizarse.

Las palabras de Isaías: Consolad... hablad al corazón, se encuentran con una cierta frecuencia en el Antiguo Testamento y tienen particular valor los términos que se repiten en los diálogos de ternura y de afecto. Como cuando Rut reconoce que Booz la ha consolado y ha hablado a su corazón (cf. Rt 2,12) o bien en la famosa página de Oseas que anuncia a su mujer (Gomer) que la llevará al desierto y hablará a su corazón (cf. Os 2,16-17) para un tiempo de fidelidad. Encontramos paralelos similares en el diálogo de Siquem, hijo de Jamor, enamorado de Dina (cf. Gn 34,1-5) o en el del levita de Efraim que habla a la concubina que lo ha abandonado (cf. Jc 19,3).

Se trata pues de un lenguaje que se explica en el horizonte del amor, no sólo de una palabra de aliento: acción y palabra juntas, delicadas y alentadoras, que evocan los profundos lazos afectivos de Dios “esposo” de Israel. Y la consolación debe ser epifanía de una pertenencia recíproca, juego de empatía intensa, de conmoción y unión vital. No se trata pues de palabras superficiales y dulzonas sino de entrañas de misericordia, abrazo que da fuerza y es paciente cercanía para hallar los caminos de la confianza.

Llevar el abrazo de Dios

«La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!».

El Papa Francisco nos confía a nosotros consagrados y consagradas esta misión: encontrar al Señor, que nos consuela como una madre, y consolar al pueblo de Dios.

De la alegría del encuentro con el Señor y de su llamada brota el servicio en la Iglesia, la misión: llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo la consolación de Dios, testimoniar su misericordia.

En la visión de Jesús la consolación es don del Espíritu, el Paráclito, el Consolador que nos consuela en las pruebas y enciende una esperanza que no decepciona. La consolación cristiana se convierte así en consuelo, aliento, esperanza: es presencia operante del Espíritu (cf. Jn 14, 16-17), fruto del Espíritu y el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza (Ga 5, 22).

En un mundo de desconfianza, desaliento, depresión, en una cultura en donde hombres y mujeres se dejan llevar por la fragilidad y la debilidad, el individualismo y los intereses personales, se nos pide introducir la confianza en la posibilidad de una felicidad verdadera, de una esperanza posible, que no se apoye únicamente en los talentos, en las cualidades, en el saber, sino en Dios. A todos se nos da la posibilidad de encontrarlo, basta buscarle con corazón sincero.

Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo esperan una palabra de consolación, de cercanía, de perdón y de alegría verdadera. Somos llamados a llevar a todos el abrazo de Dios, que se inclina con ternura de madre hacia nosotros: consagrados, signo de humanidad plena, facilitadores y no controladores de la gracia, bajo el signo de la consolación.

La ternura nos hace bien

Como testigos de comunión, no obstante nuestro modo de ver y nuestra limitación, estamos llamados a llevar la sonrisa de Dios, y la fraternidad es el primer y más creíble evangelio que podemos narrar. Se nos pide humanizar nuestras comunidades: «Cuidar la amistad entre vosotras, la vida de familia, el amor entre vosotras. Que el monasterio no sea un Purgatorio, que sea una familia. Los problemas están, estarán, pero, como se hace en una familia, con amor, buscar la solución con amor; no destruir esto para resolver aquello; no competir. Cuidar la vida de comunidad, porque cuando la vida de comunidad es así, de familia, es precisamente el Espíritu Santo quien está en medio de la comunidad. Estas dos cosas quería deciros: la contemplación siempre, siempre con Jesús —Jesús, Dios y Hombre—; y la vida de comunidad, siempre con un corazón grande. Dejando pasar, no vanagloriarse, soportar todo, sonreír desde del corazón. El signo de ello es la alegría».

La alegría se consolida en la experiencia de fraternidad, como lugar teológico, donde cada uno es responsable de la fidelidad al Evangelio y del crecimiento de los demás. Cuando una fraternidad se alimenta del mismo Cuerpo y Sangre de Jesús y se reúne alrededor del Hijo de Dios, para compartir el camino de fe conducido por la Palabra, se hace una cosa sola con él, es una fraternidad en comunión que experimenta el amor gratuito y vive en fiesta, libre, alegre, llena de audacia.

«Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga [...] Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben aceptarse y se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción del Espíritu».

En un tiempo en el que la fragmentariedad alimenta un individualismo estéril y de masa y la debilidad de las relaciones disgrega y estropea el cuidado de lo humano, se nos invita a humanizar las relaciones de fraternidad para favorecer la comunión de corazón y de alma según el Evangelio porque «existe una comunión de vida entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una comunión que nace de la fe» y que hace a «la Iglesia, en su verdad más profunda, comunión con Dios, familiaridad con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión fraterna».

Para el Papa Francisco la ternura es signo distintivo de la fraternidad, una «ternura eucarística», porque «la ternura nos hace bien.» La fraternidad tendrá «una fuerza de convocación enorme. […] la hermandad incluso con todas las diferencias posibles, es una experiencia de amor que va más allá de los conflictos».

La cercanía como compañía

Estamos llamados a realizar un éxodo de nosotros mismos en un camino de adoración y de servicio. «¡Salir por la puerta para buscar y encontrar! Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana. Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos».

"El fantasma que se debe combatir es la imagen de la vida religiosa entendida como refugio y consuelo ante un mundo externo difícil y complejo" El Papa nos pide «salir del nido», para ser enviados a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, entregándonos a Dios y al prójimo.

«¡La alegría nace de la gratuidad de un encuentro […] Y la alegría del encuentro con Él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia. Santo Tomás decía bonum est diffusivum sui —no es un latín muy difícil—, el bien se difunde. Y también la alegría se difunde. No tengáis miedo de mostrar la alegría de haber respondido a la llamada del Señor, a su elección de amor, y de testimoniar su Evangelio en el servicio a la Iglesia. Y la alegría, la verdad, es contagiosa; contagia… hace ir adelante».

Frente al testimonio contagioso de alegría, serenidad, fecundidad, ante el testimonio de la ternura y del amor, de la caridad humilde, sin prepotencia, muchos sienten el deseo de venir y ver.

El Papa Francisco ha indicado varias veces el camino de la atracción, del contagio, como vía para hacer crecer a la Iglesia, vía de la nueva evangelización. «La Iglesia debe ser atractiva. ¡Despertar al mundo! ¡Sean testimonio de un modo distinto de hacer, de actuar, de vivir! Es posible vivir de un modo distinto en este mundo […] Por lo tanto, esto que me espero es el testimonio».

Confiándonos la tarea de despertar el mundo el Papa nos impulsa al encuentro de los hombres y mujeres de hoy a la luz de dos elementos pastorales que tienen su raíz en la novedad del Evangelio: la cercanía y el encuentro, dos modos mediante los cuales Dios mismo se ha revelado en la historia hasta la Encarnación.

En el camino de Emaús, hacemos nuestros, como Jesús con los discípulos, las alegrías y los sufrimientos de la gente, dando «calor al corazón», mientras esperamos con ternura al que se siente cansado, débil, para que el camino en común tenga luz y sentido en Cristo.

Nuestro camino «madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral, y cuando un sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una religiosa no es madre de todos aquellos con los que trabaja, se vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta consagración, que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad».

La inquietud del amor

Iconos vivientes de la maternidad y de la cercanía de la Iglesia, vamos hacia quienes esperan la Palabra de consolación inclinándonos con amor materno y espíritu paterno hacia los pobres y los débiles.

El Papa nos invita a no privatizar el amor y con la inquietud de quien busca: «Buscar siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada».

La crisis de sentido del hombre moderno y la crisis económica y moral de la sociedad occidental y de sus instituciones no son un acontecimiento pasajero de nuestro tiempo, sino un momento histórico de excepcional importancia. Estamos llamados como Iglesia a salir para dirigirnos hacia las periferias geográficas, urbanas y existenciales —las del misterio del pecado, del dolor, de las injusticias, de la miseria—, hacia los lugares escondidos del alma dónde cada persona experimenta la alegría y el sufrimiento de la vida.

«Vivimos en una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte […] hoy, hallar a un vagabundo muerto de frío no es noticia, sin embargo “la pobreza es una categoría teologal porque el Hijo de Dios se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino […] Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor».

Vivir la bienaventuranza de los pobres significa que la angustia de la soledad y de la limitación ha sido vencida por la alegría de quien es realmente libre en Cristo y ha aprendido a amar.

Durante su visita pastoral a Asís, el Papa Francisco se preguntaba de qué debe despojarse la Iglesia. Y respondía: «despojarse de toda acción que no es por Dios, no es de Dios; del miedo de abrir las puertas y de salir al encuentro de todos, especialmente de los más pobres, necesitados, lejanos, sin esperar; cierto, no para perderse en el naufragio del mundo, sino para llevar con valor la luz de Cristo, la luz del Evangelio, también en la oscuridad, donde no se ve, donde puede suceder el tropiezo; despojarse de la tranquilidad aparente que dan las estructuras, ciertamente necesarias e importantes, pero que no deben oscurecer jamás la única fuerza verdadera que lleva en sí: la de Dios. Él es nuestra fuerza».

Es para nosotros una invitación a «no tener miedo a dejar caer las estructuras caducas. La Iglesia es libre. La lleva adelante el Espíritu Santo. Nos lo enseña Jesús en el evangelio: la libertad necesaria para encontrar siempre la novedad del evangelio en nuestra vida y también en las estructuras. La libertad de elegir odres nuevos para esta novedad».

Estamos invitados a ser hombres y mujeres audaces, de frontera: «Nuestra fe no es una fe-laboratorio, sino una fe-camino, una fe histórica. Dios se ha revelado como historia, no como un compendio de verdades abstractas. […] No hay que llevarse la frontera a casa, sino vivir en frontera y ser audaces».

Junto al desafío de la bienaventuranza de los pobres, el Papa invita a visitar las fronteras del pensamiento y de la cultura, a favorecer el diálogo, también a nivel intelectual, para dar razón de la esperanza basada en criterios éticos y espirituales, interrogándonos sobre lo que es bueno. La fe no reduce jamás el espacio de la razón, lo abre más bien a una visión integral del hombre y de la realidad e impide reducir al hombre a «material humano».

La cultura, llamada a servir constantemente a la humanidad en todas sus condiciones, si es auténtica, abre a itinerarios inexplorados, pasos de respiro de esperanza que consolidan el sentido de la vida y custodian el bien común. Un auténtico proceso cultural «hace crecer la humanización integral y la cultura del encuentro y de la relación; ésta es la manera cristiana de promover el bien común, la alegría de vivir. Y aquí convergen la fe y la razón, la dimensión religiosa con los diferentes aspectos de la cultura humana: el arte, la ciencia, el trabajo, la literatura». Una verdadera búsqueda cultural se encuentra con la historia y abre caminos hacia el rostro de Dios.

Los lugares en los que se elabora y se comunica el saber son también lugares en los que se debe crear una cultura de la cercanía, del encuentro y del diálogo, superando defensas, abriendo puertas, construyendo puentes.
 

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