Un año para pensar, orar y vivir la Vida Consagrada
Consolad, consolad a mi Pueblo
Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro
Dios. Hablad al corazón de Jerusalén. (Is. 40,
1-2)
Con una peculiaridad estilística que se encuentra
también más adelante (cf. Is 51,17; 52,1: ¡Despierta,
despierta!), los oráculos de la segunda parte de Isaías
(Is 40-55) lanzan una llamada entusiasta a socorrer a Israel
deportado, que tiende a cerrarse en el vacío de una memoria fallida.
El contexto histórico pertenece claramente a la fase de la larga
deportación del pueblo en Babilonia (587-538 A.C), con la
consiguiente humillación y el sentido de impotencia para salir de
ella. Todavía, la disgregación del imperio asirio bajo la presión
de la nueva potencia emergente, la de Persia, guiada por el astro
naciente que fue Ciro, hace intuir al profeta que podría realizarse
una liberación inesperada. Y así será. El profeta, inspirado por
Dios, da voz pública a esta posibilidad, interpretando las
agitaciones políticas y militares como acción guiada
misteriosamente por Dios a través de Ciro y proclama que la
liberación está cerca y el retorno a la tierra de los padres está
a punto de realizarse.
Las palabras de Isaías: Consolad... hablad al
corazón, se encuentran con una cierta frecuencia en el Antiguo
Testamento y tienen particular valor los términos que se repiten en
los diálogos de ternura y de afecto. Como cuando Rut reconoce que
Booz la ha consolado y ha hablado a su corazón (cf. Rt
2,12) o bien en la famosa página de Oseas que anuncia a su mujer
(Gomer) que la llevará al desierto y hablará a su corazón (cf.
Os 2,16-17) para un tiempo de fidelidad. Encontramos paralelos
similares en el diálogo de Siquem, hijo de Jamor, enamorado de Dina
(cf. Gn 34,1-5) o en el del levita de Efraim que habla a la
concubina que lo ha abandonado (cf. Jc 19,3).
Se trata pues de un lenguaje que se explica en el
horizonte del amor, no sólo de una palabra de aliento: acción y
palabra juntas, delicadas y alentadoras, que evocan los profundos
lazos afectivos de Dios “esposo” de Israel. Y la consolación
debe ser epifanía de una pertenencia recíproca, juego de empatía
intensa, de conmoción y unión vital. No se trata pues de palabras
superficiales y dulzonas sino de entrañas de misericordia, abrazo
que da fuerza y es paciente cercanía para hallar los caminos de la
confianza.
«La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de
palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de
la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón,
despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar
la consolación de Dios!».
El Papa Francisco nos confía a nosotros
consagrados y consagradas esta misión: encontrar al Señor, que nos
consuela como una madre, y consolar al pueblo de Dios.
De la alegría del encuentro con el Señor y de su
llamada brota el servicio en la Iglesia, la misión: llevar a los
hombres y a las mujeres de nuestro tiempo la consolación de Dios,
testimoniar su misericordia.
En la visión de Jesús la consolación es don del
Espíritu, el Paráclito, el Consolador que nos consuela en
las pruebas y enciende una esperanza que no decepciona. La
consolación cristiana se convierte así en consuelo, aliento,
esperanza: es presencia operante del Espíritu (cf. Jn 14,
16-17), fruto del Espíritu y el fruto del Espíritu es amor,
alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, templanza (Ga 5, 22).
En un mundo de desconfianza, desaliento,
depresión, en una cultura en donde hombres y mujeres se dejan llevar
por la fragilidad y la debilidad, el individualismo y los intereses
personales, se nos pide introducir la confianza en la posibilidad de
una felicidad verdadera, de una esperanza posible, que no se apoye
únicamente en los talentos, en las cualidades, en el saber, sino en
Dios. A todos se nos da la posibilidad de encontrarlo, basta buscarle
con corazón sincero.
Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo
esperan una palabra de consolación, de cercanía, de perdón y de
alegría verdadera. Somos llamados a llevar a todos el abrazo de
Dios, que se inclina con ternura de madre hacia nosotros:
consagrados, signo de humanidad plena, facilitadores y no
controladores de la gracia, bajo el signo de la consolación.
Como testigos de comunión, no obstante nuestro
modo de ver y nuestra limitación, estamos llamados a llevar la
sonrisa de Dios, y la fraternidad es el primer y más creíble
evangelio que podemos narrar. Se nos pide humanizar nuestras
comunidades: «Cuidar la amistad entre vosotras, la vida de familia,
el amor entre vosotras. Que el monasterio no sea un Purgatorio, que
sea una familia. Los problemas están, estarán, pero, como se hace
en una familia, con amor, buscar la solución con amor; no destruir
esto para resolver aquello; no competir. Cuidar la vida de comunidad,
porque cuando la vida de comunidad es así, de familia, es
precisamente el Espíritu Santo quien está en medio de la comunidad.
Estas dos cosas quería deciros: la contemplación siempre, siempre
con Jesús —Jesús, Dios y Hombre—; y la vida de comunidad,
siempre con un corazón grande. Dejando pasar, no vanagloriarse,
soportar todo, sonreír desde del corazón. El signo de ello es la
alegría».
La alegría se consolida en la
experiencia de fraternidad, como lugar teológico, donde cada uno es
responsable de la fidelidad al Evangelio y del crecimiento de los
demás. Cuando una fraternidad se alimenta del mismo Cuerpo y Sangre
de Jesús y se reúne alrededor del Hijo de Dios, para compartir el
camino de fe conducido por la Palabra, se hace una cosa sola con él,
es una fraternidad en comunión que experimenta el amor gratuito y
vive en fiesta, libre, alegre, llena de audacia.
«Una fraternidad sin alegría es una fraternidad
que se apaga [...] Una fraternidad donde abunda la alegría es un
verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben
aceptarse y se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción
del Espíritu».
En un tiempo en el que la fragmentariedad alimenta
un individualismo estéril y de masa y la debilidad de las relaciones
disgrega y estropea el cuidado de lo humano, se nos invita a
humanizar las relaciones de fraternidad para favorecer la comunión
de corazón y de alma según el Evangelio porque «existe una
comunión de vida entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una
comunión que nace de la fe» y que hace a «la Iglesia, en su verdad
más profunda, comunión con Dios, familiaridad con Dios,
comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo,
que se prolonga en una comunión fraterna».
Para el Papa Francisco la ternura es signo
distintivo de la fraternidad, una «ternura eucarística», porque
«la ternura nos hace bien.» La fraternidad tendrá «una fuerza de
convocación enorme. […] la hermandad incluso con todas las
diferencias posibles, es una experiencia de amor que va más allá de
los conflictos».
Estamos llamados a realizar un éxodo de nosotros
mismos en un camino de adoración y de servicio. «¡Salir por la
puerta para buscar y encontrar! Tengan el valor de ir contracorriente
de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El
encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que
la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la
solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra
civilización verdaderamente humana. Ser servidores de la comunión
y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en
este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos».
"El fantasma que se debe combatir es la
imagen de la vida religiosa entendida como refugio y consuelo ante un
mundo externo difícil y complejo" El Papa nos pide
«salir del nido», para ser enviados a los hombres y mujeres de
nuestro tiempo, entregándonos a Dios y al prójimo.
«¡La alegría nace de la gratuidad de un
encuentro […] Y la alegría del encuentro con Él y de su llamada
lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia.
Santo Tomás decía bonum est diffusivum sui —no es un latín
muy difícil—, el bien se difunde. Y también la alegría se
difunde. No tengáis miedo de mostrar la alegría de haber respondido
a la llamada del Señor, a su elección de amor, y de testimoniar su
Evangelio en el servicio a la Iglesia. Y la alegría, la verdad, es
contagiosa; contagia… hace ir adelante».
Frente al testimonio contagioso de alegría,
serenidad, fecundidad, ante el testimonio de la ternura y del amor,
de la caridad humilde, sin prepotencia, muchos sienten el deseo de
venir y ver.
El Papa Francisco ha indicado varias veces el
camino de la atracción, del contagio, como vía para hacer
crecer a la Iglesia, vía de la nueva evangelización. «La Iglesia
debe ser atractiva. ¡Despertar al mundo! ¡Sean testimonio de un
modo distinto de hacer, de actuar, de vivir! Es posible vivir de un
modo distinto en este mundo […] Por lo tanto, esto que me espero es
el testimonio».
Confiándonos la tarea de despertar el mundo
el Papa nos impulsa al encuentro de los hombres y mujeres de hoy a la
luz de dos elementos pastorales que tienen su raíz en la novedad del
Evangelio: la cercanía y el encuentro, dos modos
mediante los cuales Dios mismo se ha revelado en la historia hasta la
Encarnación.
En el camino de Emaús, hacemos nuestros, como
Jesús con los discípulos, las alegrías y los sufrimientos de la
gente, dando «calor al corazón», mientras esperamos con ternura al
que se siente cansado, débil, para que el camino en común tenga luz
y sentido en Cristo.
Nuestro camino
«madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral,
y cuando un sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una
religiosa no es madre de todos aquellos con los que trabaja, se
vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la
tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de
paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta consagración,
que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad».
La inquietud del amor
Iconos vivientes de la maternidad y de la cercanía
de la Iglesia, vamos hacia quienes esperan la Palabra de consolación
inclinándonos con amor materno y espíritu paterno hacia los pobres
y los débiles.
El Papa nos invita a no privatizar el amor
y con la inquietud de quien busca: «Buscar siempre, sin descanso, el
bien del otro, de la persona amada».
La crisis de sentido del hombre moderno y la
crisis económica y moral de la sociedad occidental y de sus
instituciones no son un acontecimiento pasajero de nuestro tiempo,
sino un momento histórico de excepcional importancia. Estamos
llamados como Iglesia a salir para dirigirnos hacia las periferias
geográficas, urbanas y existenciales —las del misterio del pecado,
del dolor, de las injusticias, de la miseria—, hacia los lugares
escondidos del alma dónde cada persona experimenta la alegría y el
sufrimiento de la vida.
«Vivimos en una cultura del desencuentro, una
cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me
sirve lo tiro, la cultura del descarte […] hoy, hallar a un
vagabundo muerto de frío no es noticia, sin embargo “la pobreza es
una categoría teologal porque el Hijo de Dios se abajó, se hizo
pobre para caminar con nosotros por el camino […] Una Iglesia pobre
para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos
hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué
es esta pobreza, la pobreza del Señor».
Vivir la bienaventuranza de los pobres significa
que la angustia de la soledad y de la limitación ha sido vencida por
la alegría de quien es realmente libre en Cristo y ha aprendido a
amar.
Durante su visita pastoral a Asís, el Papa
Francisco se preguntaba de qué debe despojarse la Iglesia. Y
respondía: «despojarse de toda acción que no es por Dios, no es de
Dios; del miedo de abrir las puertas y de salir al encuentro de
todos, especialmente de los más pobres, necesitados, lejanos, sin
esperar; cierto, no para perderse en el naufragio del mundo, sino
para llevar con valor la luz de Cristo, la luz del Evangelio, también
en la oscuridad, donde no se ve, donde puede suceder el tropiezo;
despojarse de la tranquilidad aparente que dan las estructuras,
ciertamente necesarias e importantes, pero que no deben oscurecer
jamás la única fuerza verdadera que lleva en sí: la de Dios. Él
es nuestra fuerza».
Es para nosotros una invitación a «no tener
miedo a dejar caer las estructuras caducas. La Iglesia es libre. La
lleva adelante el Espíritu Santo. Nos lo enseña Jesús en el
evangelio: la libertad necesaria para encontrar siempre la novedad
del evangelio en nuestra vida y también en las estructuras. La
libertad de elegir odres nuevos para esta novedad».
Estamos invitados a ser hombres y mujeres audaces,
de frontera: «Nuestra fe no es una fe-laboratorio, sino una
fe-camino, una fe histórica. Dios se ha revelado como historia, no
como un compendio de verdades abstractas. […] No hay que llevarse
la frontera a casa, sino vivir en frontera y ser audaces».
Junto al desafío de la bienaventuranza de los
pobres, el Papa invita a visitar las fronteras del pensamiento y de
la cultura, a favorecer el diálogo, también a nivel intelectual,
para dar razón de la esperanza basada en criterios éticos y
espirituales, interrogándonos sobre lo que es bueno. La fe no reduce
jamás el espacio de la razón, lo abre más bien a una visión
integral del hombre y de la realidad e impide reducir al hombre a
«material humano».
La cultura, llamada a servir constantemente a la
humanidad en todas sus condiciones, si es auténtica, abre a
itinerarios inexplorados, pasos de respiro de esperanza que
consolidan el sentido de la vida y custodian el bien común. Un
auténtico proceso cultural «hace crecer la humanización integral y
la cultura del encuentro y de la relación; ésta es la manera
cristiana de promover el bien común, la alegría de vivir. Y aquí
convergen la fe y la razón, la dimensión religiosa con los
diferentes aspectos de la cultura humana: el arte, la ciencia, el
trabajo, la literatura». Una verdadera búsqueda cultural se
encuentra con la historia y abre caminos hacia el rostro de Dios.
Los lugares en los que se elabora y se comunica el
saber son también lugares en los que se debe crear una cultura de la
cercanía, del encuentro y del diálogo, superando defensas, abriendo
puertas, construyendo puentes.
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