Sinodo sobre la Familia
Homilía de apertura - Papa Francisco
«Si nos amamos unos a
otros, Dios permanece en nosotros su amor ha llegado en nosotros a su
plenitud»
(1 Jn 4,12).
Las
lecturas bíblicas de este domingo parecen elegidas a propósito para
el acontecimiento de gracia que la Iglesia está viviendo, es decir,
la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la
familia que se inaugura con esta celebración eucarística.
Dichas
lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor
entre el hombre y la mujer, y la familia.
La
soledad
Adán,
como leemos en la primera lectura, vivía en el Paraíso, ponía los
nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio que demuestra
su indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se sentía
solo, porque «no encontraba ninguno como él que lo ayudase» (Gn
2,20) y experimentaba la soledad.
La
soledad, el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso
en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus
propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres
dejados por su propia esposa y por su propio marido; en tantas
personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no
escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra
y la persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura del
consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte.
Hoy
se vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos tantas
casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor
de hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo
para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de
diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón;
muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía…
Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se
encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia
destructiva y en la esclavitud del placer y del dios dinero.
Hoy
vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder
acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su
imagen. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación
sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la
riqueza y en la pobreza, en las buena y en la mala suerte. El amor
duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de
burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las
sociedades más avanzadas son precisamente las que tienen el
porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de
abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y
social.
El
amor entre el hombre y la mujer
Leemos
en la primera lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver
la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el hombre esté solo;
voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas
palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón
que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con
la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha
creado el ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo,
sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que
es su complemento; para vivir la extraordinaria experiencia del amor:
es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los
hijos, como dice el salmo que hemos leido hoy (cf. Sal 128).
Este
es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en
la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común,
fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que Jesús
resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: «Al principio de
la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los
dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne»
(Mc 10,6-8; cf. Gn 1,27; 2,24).
Jesús,
ante la pregunta retórica que le habían dirigido – probablemente
como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que lo
seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e
intangible-, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo
al origen, al origen de la creación, para enseñarnos que Dios
bendice el amor humano, es él el que une los corazones de dos
personas que se aman y los une en la unidad y en la indisolubilidad.
Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir
juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el
orden original y originante.
La
familia
«Lo
que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una
exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y
de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar
el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en
el plan de Dios.
De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad pascual, de ese amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem.
De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad pascual, de ese amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem.
Para
Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño
sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el
miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.
Paradójicamente
también el hombre de hoy –que con frecuencia ridiculiza este plan–
permanece atraído y fascinado por todo amor autentico, por todo amor
sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo
vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico;
corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
En
efecto «ahora que hemos probado plenamente las promesas de la
libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión “la
tristeza de este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su
atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo
extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son
cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito»
(Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube,
Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En
este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está
llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la
caridad.
Vive
su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el
desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas
familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se
manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida,
de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del
vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad
del hombre de amar en serio.
Vivir
su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o
las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la
humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar
el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vinculo
temporal. «Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El
amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena
arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin
verdad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 3).
Vivir
su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los
demás, sino que -fiel a su naturaleza como madre – se siente en el
deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la
acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las
puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; de
salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para
caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la
fuente de la salvación.
Una
Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar
que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el
sábado» (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan
médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos,
sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia que educa al amor autentico,
capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen
samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo
a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal deben ser
condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se
equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar
nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo.» (Discurso a la
Acción Católica italiana, 30 de diciembre de 1978, 2 c:
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 enero
1979, p.9). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo,
porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma
y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: «El
santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no
se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2,11).
Con
este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo
y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima
Virgen María y de San José, su castísimo esposo.
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