Una carta que viene de la vida
Apreciados padres sinodales:
Los saludamos con afecto sabiendo que enfrentan una compleja tarea: sintonizar con las necesidades del Pueblo de Dios y, con apertura al Espíritu Santo, encontrar la manera de orientar y apoyar a las familias del mundo para que, con la ayuda de la Iglesia y con los medios que Dios nos provee, podamos cumplir la tarea de ser comunidad de vida, de amor y de sentido para formar personas capaces de amar y servir.
Asumimos esta iniciativa motivados por la lectura de la carta publicada por el obispo de Amberes, Mons. Johan Bonny, titulada “Sínodo sobre la familia. Expectativas de un obispo diocesano”. Al conocer su contenido, experimentamos el gozo por sentir a un pastor que conoce cercanamente las complejidades de la vida familiar. Nos alentó saber que las diferencias geográficas y culturales no hacen grandes distingos de realidades y desafíos que, al final, son comunes.
Estaremos con ustedes en el Sínodo de variadas formas: con nuestras respuestas trabajadas comunitariamente en aquel sorprendente Cuestionario, plasmado sintéticamente en el Instrumentum Laboris; con nuestra oración y, sobre todo, con nuestra esperanza. Aún así, quisiéramos hacer todavía un intento por expresar nuestra voz en ese cenáculo, transmitiendo los pulsos de una familia común, con la mirada puesta particularmente en aquellas que más sufren.
Nuestras expectativas de los frutos de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo son muy grandes. Ello porque los desafíos de la vida familiar son enormes y porque, en 33 años de vida conyugal, hemos aprendido que al abrirnos a la gracia del Espíritu Santo los caminos se ensanchan; mientras que cuando sinodamos cerrados a la acción del Espíritu de Dios, las asperezas de la vida se tornan más dolorosas. También esperamos mucho porque compartimos la convicción de estar viviendo un kairós en la Iglesia, un tiempo de gracia animado por el testimonio pastoral del papa Francisco.
Con motivo de la preparación del Sínodo, el mundo ha sido testigo de tensiones eclesiales. Mientras unos testimonian su amor a la Iglesia cuidando la fidelidad de la doctrina; otros, movidos por el imperativo de la misericordia, buscan abrir espacios de acogida. Y claro, si los problemas y desafíos de las familias son muy variados y complejos: el amor conyugal, la estabilidad del matrimonio, la vida en pareja, la acogida de la vida, la educación de los hijos, la transmisión de la fe, la conducta y la condición sexual, la sustentación económica de la familia y el trabajo, el descanso y la recreación, la salud y la enfermedad, la búsqueda de la felicidad, la realización personal, el sentido de la vida y de la muerte, etc. Todo parece conjugarse al interior de la familia.
Es inmenso el desafío que enfrentamos las familias, especialmente cuando todo cambia tan de prisa, tanto que muchas veces no tenemos respuestas adecuadas a cuestiones tan trascendentes como encaminar bien a nuestros hijos hacia la esperanza del futuro. Así y todo, no nos amilanamos; al contrario nos sentimos desafiados a vencer las dificultades y a doblarle la mano a la adversidad, donde la experiencia nos deja la certeza que se puede. Así, en el reposo de nuestro cansancio, descubrimos cómo Dios se compromete, cómo afirma la convicción, cómo anima en el desaliento y cómo se hace Emmanuel –Dios con nosotros– como cuando nos toma de la mano y nos levanta, devolviendo sentido en la fatiga y doblegando el desaliento.
Precisamente, cuando más conscientes somos de nuestra propia debilidad, es cuando más cercanamente experimentamos la presencia de Dios; como en esos momentos en que la tarea de pareja, de padres o de hijos se hace difícil o parece imposible. Así alcanzamos una certeza fundamental: el origen de esa vitalidad no es mérito nuestro, es puro regalo, es la gracia de la Comunión Sacramental.
Queridos padres sinodales, con el testimonio de nuestra vida, social y pastoral, hemos visto cómo todos los desafíos de la familia se tornan más pesados, y hasta sin sentido, sin ese Alimento y Bebida maravilloso que fortifica el espíritu. Ustedes, mejor que nosotros, deben saberlo, así como lo sabe el obispo Johan Bonny, por acercarse a la cruda realidad de personas que Dios le ha confiado a su cuidado y que son las familias heridas de su diócesis. No tenemos duda alguna que Jesucristo vuelve a padecer con las familias que no consiguen aliviar sacramentalmente su hambre y sed de Dios.
Cuando pensamos en la tarea que la Iglesia ha puesto en sus conciencias y en sus corazones de pastores, al ser convocados a este Sínodo, sentimos que tienen motivo para sentirse apabullados. Y claro, si los desafíos son demasiados y algunos de ellos aun no son previsibles. Nos preguntamos entonces con honestidad: ¿Podrá la doctrina resolver situaciones tan diversas e imprevisibles? ¿Podrán las normas estrictas de la moral ser tan nítidas como para ayudar a los hijos e hijas de la Iglesia a orientar inequívocamente su actuación? ¿Será la solución multiplicar mandamientos, permisos o prohibiciones?
Creemos que Dios ya previó esta complejidad y por eso dotó a sus hijos e hijas de ese Sagrario que es la conciencia humana; ese lugar íntimo que Él se reserva en el hombre y la mujer, para animarlo a hacer el bien y a evitar el mal. La maravilla es ésta: no hay situación humana que, convertida en desafío, no deje de ser iluminada por la voz de Dios. Entonces los imaginamos a ustedes, en este Sínodo, buscando formas para educar mejor a los hijos e hijas de la Iglesia que los ayuden a escuchar la voz de Dios. Es que el respeto a la autonomía de la conciencia es un tremendo desafío de nuestra Iglesia, ya anticipado por el Concilio.
Ustedes y nosotros somos hijos del siglo XX y de la Iglesia pre-conciliar; nuestros hijos e hijas son herederos de otro tiempo, son hijos del siglo XXI y del concilio. El futuro de ellos estará marcado, en gran medida, por las respuestas que ustedes ofrezcan a nuestros desafíos, en cuanto se juega en esto la esencia de la tarea evangelizadora de la Iglesia.
En el presente, ya no es posible decir a los fieles hagan esto o lo otro, o dejen de hacer tal o cual cosa. En tal sentido, y con mucho respeto, queremos contarles que, como cristianos del presente ya no estamos en condiciones de escuchar mandatos, permisos o prohibiciones. Y no es por soberbia, es por respeto propio y mutuo, y por respeto a Dios.
Como hijos que aman a su Iglesia, nos gustaría contarles como anécdota que, hasta hace tan sólo unos pocos años, recurríamos infantilmente a algún sacerdote amigo para tener “permiso para pecar”. Hoy nos sentimos ridículos de sólo recordarlo. Es que hay temas de la pareja que son inabordables desde afuera, porque forman parte de la “conciencia conyugal”, donde ni siquiera uno y el otro individualmente pueden resolver, sino sólo desde la realidad de la pareja. Ahí –uno, el otro y Dios– actualizan una realidad nueva. Y diríamos que habiendo amor, esa realidad adquiere algo así como una dimensión sacramental, que opera por la gracia del bautismo y del amor. Es la bendita misericordia, que hace a que nadie le falte Dios.
Para iluminar el dominio de la conciencia, quisiéramos compartir con ustedes una perla preciosa de nuestra vida familiar.
Un día llegamos de urgencia con nuestro tercer hijo a la clínica, había sufrido un paro respiratorio, teniendo una delicada enfermedad de base. En la reanimación los médicos pidieron nuestro consentimiento para conectarlo a un respirador artificial, sabiendo que al no hacerlo moriría. Nos dieron tiempo para resolver la vida de nuestro hijo. Qué horror, fue tremendo. Sopesamos nuestra fragilidad. En medio del desconcierto tuvimos la certeza que esa decisión no podía ser nuestra. Como una pareja frágil nos unimos a Dios en oración. Dejamos la vida de nuestro hijo en las manos de Él y pedimos que no lo conectaran al respirador. Al dejar de aplicar la respiración manual, nuestro hijo respiraba por la gracia de Dios. Así pasaron 35 días hasta su muerte natural. Quedamos tranquilos y renovados en la fe. Así aprendimos a respetar la conciencia ajena, donde sólo Dios tiene cabida.
Cuando llegue el 19 de octubre próximo, cada uno de ustedes dejará el Sínodo y volverá a pastorear el rebaño que Dios le ha confiado. Nos preguntamos entonces: ¿Cómo saldrá cada uno de ustedes al concluir la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de la Familia? ¿Saldrán firmes y seguros, sin haberse movido de sus arraigadas convicciones? ¿O habrán escuchado el sensum fidelium de tantas latitudes, sintiéndose empequeñecidos ante el misterio insondable del corazón misericordioso de Dios para con las familias del mundo? ¿Les ocurrirá como a un querido obispo amigo –ya emérito y lleno de experiencia– que frente al complejísimo requerimiento de una pareja, un día nos dice con humildad –no sé qué decirles, qué me aconsejan? ¿Llegarán ustedes a sus diócesis con el corazón más abierto para acoger a las parejas heridas, a los homosexuales maltratados culturalmente o a nuestros jóvenes que en el uso de su libertad toman caminos alternativos? ¿Serán ustedes portadores de esperanza o de desilusión?
Por favor, sepan que todos esperamos que este Sínodo sea una Buena Noticia para el mundo, así como lo fue hace 52 años el Concilio Vaticano II. Ustedes pueden ayudarnos a hacer de nuestras familias un verdadero cenáculo, donde saciar nuestras ansias de plenitud, de esperanza y de amor, especialmente testimoniando un amor preferencial por las familias más heridas.
Agradecidos de la escucha, reciban nuestro afecto filial y el compromiso de nuestra modesta oración. Les saludan,
Marco Antonio Velásquez Uribe y Mirna Gloria Rojas Díaz
Matrimonio Católico de Santiago de Chile
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