Como Jesus consuela
también nosotros estamos llamados a consolar
"Cerca de cada cruz está siemrpe la madre de Jesús,
que nos acompaña en el camino de la esperanza"
El Papa Francisco en la Vigilia de las lágrimas
Hermanos y hermanas:
Después de los
conmovedores testimonios que hemos oído, y a la luz de la Palabra
del Señor que ilumina nuestra situación de sufrimiento, invocamos
ante todo la presencia del Espíritu Santo para que venga sobre
nosotros. Que él ilumine nuestras mentes, para que podamos encontrar
palabras adecuadas que den consuelo; que él abra nuestros corazones
para que podamos tener la certeza de que Dios está presente y no nos
abandona en las pruebas. El Señor Jesús prometió a sus discípulos
que nunca los dejaría solos: que estaría cerca de ellos en
cualquier momento de la vida mediante el envío del Espíritu
Paráclito (cf. Jn 14,26), el cual los habría ayudado, sostenido y
consolado.
En los momentos de
tristeza, en el sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la
persecución y en el dolor por la muerte de un ser querido, todo el
mundo busca una palabra de consuelo. Sentimos una gran necesidad de
que alguien esté cerca y sienta compasión de nosotros.
Experimentamos lo que significa estar desorientados, confundidos,
golpeados en lo más íntimo, como nunca nos hubiéramos imaginado.
Miramos a nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando encontrar a
alguien que pueda realmente entender nuestro dolor. La mente se llena
de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por sí sola
no es capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que
experimentamos y dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es
cuando más necesitamos las razones del corazón, las únicas que
pueden ayudarnos a entender el misterio que envuelve nuestra soledad.
Vemos cuánta tristeza
hay en muchos de los rostros que encontramos. Cuántas lágrimas se
derraman a cada momento en el mundo; cada una distinta de las otras;
y juntas forman como un océano de desolación, que implora piedad,
compasión, consuelo. Las más amargas son las provocadas por la
maldad humana: las lágrimas de aquel a quien le han arrebatado
violentamente a un ser querido; lágrimas de abuelos, de madres y
padres, de niños... Hay ojos que a menudo se quedan mirando fijos la
puesta del sol y que apenas consiguen ver el alba de un nuevo día.
Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del
Señor. Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también
nuestra grandeza: invocar el consuelo de Dios, que con su ternura
viene a secar las lágrimas de nuestros ojos (cf. Is 25,8; Ap 7,17;
21,4).
En este sufrimiento
nuestro no estamos solos. También Jesús sabe lo que significa
llorar por la pérdida de un ser querido. Es una de las páginas más
conmovedoras del Evangelio: cuando Jesús, viendo llorar a María por
la muerte de su hermano Lázaro, ni siquiera él fue capaz de
contener las lágrimas. Experimentó una profunda conmoción y rompió
a llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan, con esta
descripción, muestra cómo Jesús se une al dolor de sus amigos
compartiendo su desconsuelo. Las lágrimas de Jesús han
desconcertado a muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero
sobre todo han lavado a muchas almas, han aliviado muchas heridas.
Jesús también experimentó en su persona el miedo al sufrimiento y
a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la traición de
Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no
abandona a los que ama» (Agustín, In Joh 49,5).
Si Dios ha llorado,
también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de
Jesús es el antídoto contra la indiferencia ante el sufrimiento de
mis hermanos. Ese llanto enseña a sentir como propio el dolor de los
demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y las dificultades de
las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me provoca
para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que
les han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no
tienen ya ni siquiera un lugar donde encontrar consuelo. El llanto de
Jesús no puede quedar sin respuesta de parte del que cree en él.
Como él consuela, también nosotros estamos llamados a consolar.
En el momento del
desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota en el corazón de
Cristo la oración al Padre. La oración es la verdadera medicina
para nuestro sufrimiento. También nosotros, en la oración, podemos
sentir la presencia de Dios a nuestro lado. La ternura de su mirada
nos consuela, la fuerza de su palabra nos sostiene, infundiendo
esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro, oró: « Padre, te
doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas
siempre» (Jn 11,41-42). Necesitamos esta certeza: el Padre nos
escucha y viene en nuestra ayuda.
El amor de Dios
derramado en nuestros corazones nos permite afirmar que, cuando se
ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que hemos amado. Lo
recuerda el apóstol Pablo con palabras de gran consuelo: «¿Quién
nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la
angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el
peligro?, ¿la espada? [...] Pero en todo esto vencemos de sobra
gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni
muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro,
ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura
podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús,
nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39). El poder del amor transforma el
sufrimiento en la certeza de la victoria de Cristo, y de la nuestra
con él, y en la esperanza de que un día estaremos juntos de nuevo y
contemplaremos para siempre el rostro de la Santa Trinidad, fuente
eterna de la vida y del amor.
Al lado de cada cruz
siempre está la Madre de Jesús. Con su manto, ella enjuga nuestras
lágrimas. Con su mano nos ayuda a levantarnos y nos acompaña en el
camino de la esperanza.
Roma 05/05/2016
1 comentario:
Muy interesante. Este Papa es increíble
Publicar un comentario