Por un instante ante la Amazonía
Serpenteando como lo hiciera la víbora, así el rió lo hace
por aquella llanura poblada de verde intenso. Desde el segundo piso de la casa parece
tan gigante e imponente, y con la mirada atónita, se vislumbra la pasividad y
el misterio de la espesa selva que lo rodea. Es como una vena gigante que nutre
una parte de la existencia, y la amazonia se jacta de su elegancia, donde el
agua corre como suspendida, nutriendo y dejándose nutrir por ser la misma vida.
Sin la neurosis que produce el móvil, ni la luz parpadeante que indica la
voracidad de las redes, ni los ruidos intranquilizantes que cortan el encuentro
con lo sublime, por un momento puedo conectarme, así fuera de forma
intermitente, con el misterio de la verdad no definida. Creí que vivía
conectado, agotando las posibilidades de lo inimaginado, pero en aquel momento
de silencio mirando el río,
era como si Dios me pusiera ante el Edén revelado
no imaginado, y como si las cosas no desearan ser nombradas sino
simplemente admiradas, como la primera vez que fueron encontradas.
Ante la vista conectada con la magnífica Amazonía, los estruendos
del interior van ahogándose en la presencia de un silencio que al principio
parece aterrador, pero que libera el corazón y lo sana como caricia de madre.
No he de nombrar el río, como se suele hacer, porque todo se quiere dominar con
las palabras, como si no fuera suficiente la mirada. Es que no hablo solo de
este río y de este pedazo de selva, hablo de toda ella, la cual es gigante pero
cada vez más pequeña. Es además de lo que significa ella sin pretender
significarla, y de la posibilidad de entrelazarse a su misterio por un
instante. Porque llamarla solamente selva es a su vez decir un universo de
cosas. Es decirse también de mí, de ti, de aquel o de aquella, de eso, de
nosotros, de lo que es y de lo que no es, de lo que vive y de lo que muere, de
lo que se mueve y se aquieta, de lo que suena y de lo que solo susurra. Salidos
de su interior, solo necesita el influjo de Dios para que encarne el reflejo
del misterio eterno.
Y se es mi madre ¿por qué me olvido de sus entrañas? La
amnesia nos atraviesa con violencia para volvernos contra quien nos ha parido. Como en el Edén Dios nos forma con esa tierra
y con esas
raíces para hacernos a su imagen y semejanza, pero el olvido parece
más fuerte que la gratitud. No hay dudad entonces que Dios y ella se han unido
en el amor y el fruto de aquella fidelidad eterna es el misterio de la vida. Y
cuando la contemplo en el reflejo tenue del color marrón del río, me doy cuenta
que no solamente de su interior hemos salido, sino también que nos da la medicina
contra el miedo y la apatía, contra lo que mata lentamente dejando solo
despojos con deseos insaciables y vidas sin sentido. No soy yo el que por
instantes al contemplar al río atrapo su misterio, es ella que me ha atrapado entregándose
sin reservas, como la madre cuida entre sus brazos a su pequeño. Por un momento entonces soy libre, por un
instante mi mente, mi corazón y mi espíritu siente la frescura de lo sublime. Y
no es que sea solo una narcosis del instante, como si ella fuera mezquina y egoísta
como los hombres, sino que el enfermo corazón y la mente calcinada sufre la
melancolía de lo enfermizo, porque ya no encuentra sentido si no tiene la
lástima que trae consigo el saberse esclavo de lo que ha vivido. Entonces ¿Cuándo
vendrá la conversión? ¿En qué momento Dios nos dará nuestro propio
Pentecostés? ¿Es que todo ser humano no necesita una caída del caballo como
Saulo de Tarso? Quien no se lo pregunte es porque el hielo de la pasividad ha
hecho metástasis en todo su interior y solo le queda esperar la inminente
opacidad de la vida.
Ante ella, la Amazonia, con la mirada fija, sin los
recalcitrantes sonidos de la modernidad, aunque solo fuera por un instante, sentía
como era sanado, como era filtrado en la esperanza de una "nueva
creación" La cual, ya estando allí, solo la podía contemplar por
instantes, como el Edén perdido, escondido a los ojos de la mayoría de los mortales, y
derramado ante la vista de los sencillos, de aquellos que la siguen amando sin
reservas, de los que se amantan de su "leche" sin agotarla y
lastimarla. Estando
en aquella humilde vivienda con sus moradores, al lado del río, los ladridos de
los perros alertaban la posibilidad del alimento. Como llamados por la misma
naturaleza para ser saciados, saltaron al vote porque ya venía bajando por el
rio la boruga o también conocida Wanta. Alegría para grandes y pequeños, ya que
el chico de siete años ponía sobre su hombro el regalo que la madre tierra les
había dado. Y no muy lejos de allí, otro joven padre de familia advertía en una
noche lluviosa, como sus perros habían atrapado algo. De nuevo la Amazonia premiaba,
pero ahora con el armadillo y nosotros los visitantes éramos igualmente
saciados. ¡Hasta los perros te ponen la comida en la mesa! Era nuestro clamor
de asombrados.
¿Cómo no sentirse sanado? ¿aunque sea por un instante? Ante ella, la
Pachamama, vestida de inigualables ropajes, y en aquel instante con el traje multicolor
de la verde vida. Porque si en otra parte se cubre de otros ropajes, he tenido
la dicha de verla vestida de Amazonía. No me olvido de aquel momento, ante el
inmenso río,
porque, aunque solo fuera por un momento, para luego volver a la
tensión de la existencia y la lucha por conciliar los "demonios
del
interior", sentía que Dios me la había entregado como madre y
como
sanadora, como fraterna consejera y como el Edén perdido; como un
momento de
conversión en el camino hacia la patria de Dios, en la que Pentecostés
anhelado
y la caída del caballo buscado, se va dando en la medida en que amamos y
nos dejamos amar por esa vida dada por Dios en la creación.
Oscar Hernández IMC.
Sucumbíos 29 de Julio de 2016
oscarhernandezm@ustadistancia.edu.co
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