viernes, 28 de mayo de 2021
Dios de toda Consolación
martes, 11 de mayo de 2021
martes, 4 de mayo de 2021
La alegria de la consolación
La alegría de ser como María
Alegría de ser
Recuerdo que, en los tiempos de la escuela,
allá en mi pueblo, se usaban mucho las figuras literarias o retóricas para
persuadir, transmitir valores o proponer comportamientos o maneras de ser. Una
de ellas era el quiasmo o retruécano, que consiste en repetir palabras invirtiendo
su significado. Uno de esos resuena, después de muchos años, en mi memoria: “un
santo triste, es un triste santo”, “un niño triste, será un triste hombre”,
“una familia triste, es una triste familia”.
Hablar de la alegría de ser, o sea de una
manera de existir, no parece tan común. Más fácil nos resulta manifestar la
alegría contando chistes, comiendo cosas ricas, bebiendo licor, buscando experiencias
placenteras, comprando o poseyendo cosas.
Sin embargo la vida cristiana es un llamado a la alegra: “Alégrense siempre
en el Señor; se los repito alégrense” (Flp 4, 4), les decía Pablo a los
cristianos de Filipo para recordarles que eran “ciudadanos del cielo” (3, 20) y
que han de llevar “una vida digna del Evangelio de Cristo” (1, 27), “con
humildad (…) buscando no el propio interés sino el de los demás” (2, 3-4).
El Apóstol habla de alegría mientras él se encuentra entre cadenas, y
los destinatarios de su carta tienen adversarios, padecen y sostienen el mismo
combate que él (cfr. 1, 28-30), y deben cuidarse de los judaizantes (cfr. 3,
2-3).
Para los cristianos, la alegría no es, por tanto, el resultado de una
vida fácil y sin dificultades, o algo sujeto a los cambios de circunstancias o
estado de ánimo, sino una profunda y constante actitud que nace de la fe en
Cristo: “nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16).
El mensaje cristiano que se nos ha transmitido tiene como finalidad entrar en
comunión con Dios “para que nuestra alegría sea completa” (1Jn 1, 4).
Alegría de ser como María
A la sencilla jovencita del pueblo de Nazaret,
la saludan desde el cielo, en nombre de Dios: ¡Alégrate, María llena de gracia,
predilecta de Dios, ¡Alégrate, porque el Señor está contigo!
Ella vive la alegría interior de ser amada por Dios, mientras Juan, el
hijo de su prima Isabel “salta de gozo” al escuchar su humilde, libre y enérgica
canción: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios
mi salvador”. Hoy nosotros, como las generaciones anteriores y las que vendrán,
te reconocemos y aclamamos “Bienaventurada, feliz, porque has creído”, has confiado
y dicho Sí al proyecto divino, con libertad y autonomía, caminado con
fidelidad, hasta el final.
Queremos seguir el camino que nos indicas, discípula pedagoga, “Odigitria”
que, de la mano, nos conduces a tu Hijo, nuestro hermano y Salvador.
Reconocemos que no eres diosa ni redentora, sino madre donada desde lo
alto de la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (y a nosotros) “ahí tienes a tu madre”
(Jn 19,25.27).
La invitación,
en este Retiro, con María, es a entrar en la alegría de la
comunión con el Emmanuel (Dios-con-nosotros), reconociendo que, “La alegría del
Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la
alegría” (Francisco, Evangelii gaudium, n. 1).
Esta alegría, así
entendida y vivida, nos ayuda a evitar “el gran riesgo del mundo actual, con su
múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que
brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en
los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los
pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su
amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (Evangelii gaudium,
n. 2).
Esta dialéctica
existencial que se desprende de la acción de consolar, es el resultado de un
conjunto de actitudes o formas de ser y de actuar, de entre las cuales,
extraemos algunas al reflexionar sobre María.
Mujer con memoria
Uno de los
componentes más satisfactorios, generador de alegría en la existencia de cada
día, es la memoria. Esa capacidad de traer al presente el pasado, actualizar
los datos, la información, el recuerdo, la historia.
La memoria es maravillosa
porque nos permite recordar (recordari, en latín, re (de nuevo,
hacia atrás) + cor (corazón) = volver a pasar por el corazón) para
saborear, integrar o asumir, aprender, cambiar, mejorar, crear y no repetir.
La memoria
existencial hay que cultivarla, entrenarla, ayudarla con otros componentes o
recursos, para no perderla, pues nos es esencial para construir y desarrollar
la identidad personal y cultural.
María nos
viene presentada en los Evangelios como una mujer que cultivaba la memoria
existencial, histórica y cultural: los Pastores hablaron en la pesebrera y “María, por su parte, guardaba
todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19); el Niño adolescente
habló en el templo y “su madre conservaba todas esas cosas en su corazón” (Lc
2,51).
La memoria cultivada por María no es tanto de sí misma cuanto del Hijo.
Le sirve para agradecer, para reflexionar y meditar. Es una memoria que la hace
sufrir y llorar, que la consuela, alegra y enternece.
También la memoria histórica, hace parte del Evangelio de Lucas, en
relación con María. Una memoria serena, luminosa y reconciliada, que recupera
retazos significativos del pasado para bendecir a Dios y cantar, anunciar con
alegría y denunciar con valentía, como en el "magnificat", cuando reinterpreta
la historia de su pueblo, vinculando hechos del pasado con el presente, para
actualizarlos, iluminarlos y proyectarlos en el futuro, mediante una lectura de
fe, desde la historia y las Escrituras.
Ese himno, en los labios de María, expresa el tránsito del Primer Testamento
al actual, al Nuevo, el paso de Israel a la Iglesia, el traslado del Arca hasta
la última estación que es el mismo cuerpo de la madre del Mesías. En el Magnificat resuena la
voz de una matriarca cantando su alabanza en nombre de los patriarcas y su
descendencia (cfr. Teresa Forcades, Esbozo de una Mariología crítica).
Su silencio
Es una mujer de pocas palabras, al menos como
aparece en los Evangelios, en donde habla apenas cuatro veces: en el anuncio
del ángel, cuando canta el Magníficat, al encontrar a Jesús en el templo y en
Cana de Galilea. Después, tras recomendar a los sirvientes de la boda que
escuchen la única palabra que cuenta, ella se calla para siempre.
Pero su silencio no es sólo ausencia de voces
ni el resultado de una peculiar ascética de la sobriedad, ni mucho menos de una
estrategia en la convivencia. Es, por el contrario, la envoltura teológica de
una presencia. El recipiente de una plenitud. El regazo que guarda la Palabra.
Ella guarda silencio,
pero no para quedarse callada, sino para que en Ella pueda resonar y brillar clara
y potente la Palabra Eterna pronunciada por el Padre, como la luna que, con la
luz del sol, reflejada en su polvorienta superficie, alumbra la noche, mientras
despunta la aurora. Ella acoge, pues, la Palabra y la manifiesta o expresa en
su manera de ser y de vivir.
La escucha
Se dice que, escuchar es un arte y además muy
importante. Que por eso tenemos una boca para hablar y dos oídos para escuchar.
Pero, también se dice que, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y es que
el escuchar es la clave para entendernos entre quienes tenemos el don de la
palabra, de la comunicación. Solo quien
sabe escuchar puede entrar en diálogo y disfrutar la alegría del encuentro, del
acuerdo, de la unidad en la diversidad.
María, que escuchó a los Pastores en Belén; al
mensajero de Dios en Nazaret; a su prima Isabel en Ain Karem; al hijo ocupado
en las cosas de su Padre, en el templo de Jerusalén y desde la cruz; a Simeón,
que esperaba la consolación de Israel, es reconocida y propuesta por el Papa
Francisco como la mujer de la escucha, de la decisión, de la acción:
“María, mujer de la escucha, haz que se abran
nuestros oídos; que sepamos escuchar la Palabra de tu Hijo Jesús entre los
miles de palabras de este mundo; haz que sepamos escuchar la realidad en la que
vivimos, a cada persona que encontramos, especialmente a quien es pobre,
necesitado, tiene dificultades.
María, mujer de la decisión, ilumina nuestra
mente y nuestro corazón, para que sepamos obedecer a la Palabra de tu Hijo
Jesús sin vacilaciones; danos la valentía de la decisión, de no dejarnos
arrastrar para que otros orienten nuestra vida. María, mujer de la acción, haz
que nuestras manos y nuestros pies se muevan «deprisa» hacia los demás, para
llevar la caridad y el amor de tu Hijo Jesús, para llevar, como tú, la luz del
Evangelio al mundo. Amén”.
Su conciencia
Tener una conciencia crítica, no tiene nada que
ver con ser una persona criticona, que nada le va bien, que con nada ni nadie
está de acuerdo, ni con ella misma. Una conciencia crítica es la manifestación
de una identidad definida, de una actitud activa, creativa y participativa en
la vida. Capaz de preguntar para anclarse y conocer más, para comprometerse con
responsabilidad.
Tanto Jesús como María son modelo de vida y de
acción para cada creyente cristiano, en su obediencia, su fidelidad, su
caridad, su disponibilidad, su coraje profético, su entrega, su determinación,
su dulzura, su humildad, su alegría y su libertad.
En María no predomina una conciencia de mujer
sufrida y sacrificada, dolorosa, sino de gozo, de alegría transparente por saberse
interlocutora y colaboradora de Dios: “engrandece mi alma al Señor y mi
espíritu se alegra en Dios mi salvador (Lc 1,46).
Arriesgada
Casi todas las mujeres se tornan valientes ante
los desafíos de la vida, particularmente las madres y, como la viuda pobre del
evangelio, lo dan todo, se dan ellas mismas. El Fiat, Sí de María, equivale a
poner su vida en riesgo, de manera inmediata e incondicional. Cuando ella
pronuncia su Si, aunque joven aún, no es un instrumento pasivo en las manos de
Dios; es una mujer consciente que anticipa el gesto de entrega que Jesús mismo
realizará en la Cruz, fiándose de Dios totalmente. La determinación de María no
es una decisión puntual, por un momento o para una experiencia; es una
determinación existencial, es la opción de vida que debe durar en el tiempo.
La humildad de María es el resultado del conocimiento
que ella tiene de sí misma, es el fundamento de su identidad, que no la
disminuye, sino que la enaltece. ¿Cómo menospreciarse? ¿cómo encogerse,
avergonzada, ante la propia miseria, cuando es Dios mismo quien la acoge
amorosamente? La exposición del corazón ante Dios, con todas sus
contradicciones, libera y confiere una fuerza sin parangón, como esa que
sostuvo a María al pie de la cruz. Allí, María no pronunciará palabra, pero no
se achicará ni se desmoronará. Se mantendrá “en pie” mientras ve agonizar, entre
las burlas de los soldados, su Hijo-Dios.
La tradición, tanto judía como cristiana,
vincula de forma sorprendente la majestad de Dios y la petición de amistad y de
servicio que dirige a los hombres y mujeres que él mismo ha creado: “Ya no os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; os llamo amigos,
porque os he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho (Jn 15,15).
De esa autoconciencia saca María la serenidad
para discernir el momento, la seguridad para responder al pedido divino, la
alegría para responder a la misión confiada, la resistencia para acompañar a su
Hijo y a la Comunidad de discípulos por los caminos de la historia, la fe para
mantenerse fiel, hasta el final.
Confiada
María, no se fía de sus propias fuerzas, sino
que confía sin reservas en Jesús, aunque no siempre lo entienda o reciba de él
la respuesta que espera.
Recibe, acepta y pone en práctica, más como
discípula que madre, el mandamiento nuevo de Jesús, en el relato del lavatorio
de los pies, en la última cena. La última recomendación de Jesús en su misión: “Os
doy un mandamiento nuevo: Que os améis los unos a los otros. Así como yo os
amo, debéis también amaros los unos a los otros” (Jn 13,34).
María adhiere a este mandamiento nuevo y se dedica
a hacerlo vida en sus actividades cotidianas, pasando de su rol de madre al de
discípula y recreando su relación con Jesús. Ese cambio de roles y
comportamientos la fue llevando por el camino de la fe, confiada, en su
Maestro. Como los otros discípulos, ella es también llamada pera “estar-con-él
y ser enviada” (Mc 3,13-19).
Como seguidora de Jesús, estaba en la boda de Caná, amando a los novios, como Jesús los amaba, preocupándose personalmente por su bienestar, anticipando, haciendo suyo su apuro y actuando en la medida que le era posible para solucionarlo. Y aquí llega la sorpresa, pues María, que anticipa el mandamiento nuevo, no se fía de sus propias fuerzas, recurre directamente a Jesús. De allá aprendemos la fórmula para la Felicidad: Fe + conFianza + Fiabilidad + Fidelidad = Felicidad.
Conclusión
El mandamiento nuevo de Jesús “Ámense los unos
a los otros como yo los he amado”, requiere de un proceso espiritual que, aquí denominado
Espiritualidad de la Consolación: nace en la Compasión sentida ante la
desolación ajena que mueve a acciones de Misericordia, obras materiales y
espirituales, realizadas con el corazón de Dios (miseri – cor – deus), se experimenta
como Consolación, armonía y paz interior, vivida por quien recibe y quien ofrece
la acción de salvación-liberación y se celebra con Alegría, en la mesa del pan
y el vino ofrecidos, repartidos y compartidos.
Aprendiendo, como lo hemos intentado hacer, de
la pedagoga María, nos quedamos con su mandamiento: “Hagan lo que él les diga”,
sin suprimir las preguntas críticas, con radicalidad, con júbilo, sin disimular
el propio dolor o las propias dificultades, intercediendo por los demás y,
sobre todo, discerniendo, de forma personal, lo que significa para cada uno,
concretamente, aquí y ahora, amar como Jesús me amó.