El hilo de
consolación en la historia de la salvación
Repasando la historia de la salvación, narrada en las Sagradas Escrituras, me he encontrado con una interesante constatación: aparece un hilo de colores en todo el tejido histórico, desde los inicios, con los siete colores del Arco Iris (rojo, anaranjado, amarillo, verde, cián o azul celeste, añil o azul marino), hasta el final, que se puede llamar el hilo de la consolación. Inicialmente azul al identificarlo con el agua y su transparencia, el cielo y su inmensidad, trascendencia y simplicidad; luego rojo del sufrimiento en la esclavitud y el destierro, del poder y violencia, de la sangre y el martirio, del fuego y la energía; finalizando con el verde de la esperanza y la felicidad, de la fertilidad y el crecimiento, de lo ordinario y la continuidad.
Estos colores son los mismos del manto azul
del Icono de la Virgen Consolata, la Madre de la Consolación, con el niño -
Mesías que presenta al mundo, cubierto de manto rojo y túnica verde.
Vamos a adentrarnos, aunque superficialmente, en este
tejido multicolor y armonioso, guiados por el hilo de la consolación. Que nos
guie el Paráclito, el Otro Consolador.
Según el Génesis en los capítulos del 6 al 8, Dios, viendo la maldad que había crecido en la tierra, le pesó haber hecho al ser humano, se indignó en su corazón y decidió exterminarlo, junto con el resto de seres vivos. Si bien el texto bíblico es sutil al explicar los motivos de esta maldad, parece deducirse de él, y confirmarse a través de otros textos antiguos, que los pecados de la humanidad tenían que ver con la violencia, la sexualidad y el no cumplimiento de los preceptos divinos.
Noé, hombre justo y cabal, que caminaba-con-Dios,
halló gracia a ojos de Yavé y decidió salvarlo. Su nombre, en hebreo, נֹחַ - Nóaj, derivado de najám, significa “traer consuelo o alivio, descanso, confortar”, (consolación), como lo
explica su padre Lamec.
En su plan de salvación, Dios pidió a Noé que
construyese un arca de madera y a continuación, que metiese en ella una pareja
de cada especie animal, tanto de los puros como de los impuros, lo mismo que a los
miembros de su familia, en total 8 personas, pues mandaría un diluvio que
exterminaría la humanidad.
Noé hizo todo come le había mandado Dios y
una vez que hubo entrado en el arca con los animales y su familia, llovió
durante cuarenta días y cuarenta noches, anegándose la tierra. Perecieron todos
los seres vivos y el agua cubrió inclusive las cimas de las montañas. El arca
de Noé quedó flotando sobre las aguas, que permanecieron altas por espacio de
ciento cincuenta días. Al bajar las aguas el arca se posó sobre la cima del
monte Ararat.
Noé esperó cuarenta días más a que siguieran
menguando las aguas y después abrió la ventana y soltó un cuervo, que iba y
venía mientras se secaban las aguas. Soltó también una paloma que volvió
rápidamente al no encontrar lugar donde posarse. Esperó siete días más y volvió
a soltar la paloma que volvió trayendo una ramita de olivo en el pico. De este
modo supo Noé que las aguas habían disminuido. Esperó siete días más y soltó
por tercera vez a la paloma, que esta vez no regresó. La tierra ya estaba seca.
Dios habló a Noé para que sacase los
animales y a su familia del arca y para que volvieran a poblar la tierra. Así
hizo y, una vez fuera, levantó un altar y realizó un holocausto de animales en
honor a Dios.
Arco de la Alianza
“Entonces Dios bendijo a
Noé y a sus hijos, diciéndoles: "Sean fecundos, multiplíquense y llenen la
tierra … "Yo establezco mi alianza con ustedes, con sus descendientes,
y con todos los seres vivientes que están con ustedes …” y añadió: "Este
será el signo de la alianza que establezco con ustedes, y con todos los seres
vivientes que los acompañan, para todos los tiempos futuros: yo pongo mi
arco en las nubes, como un signo de mi alianza con la tierra. Cuando cubra de nubes
la tierra y aparezca mi arco entre ellas, me acordaré de mi alianza con ustedes
y con todos los seres vivientes”.
2. Hilo rojo sangre
Profecía de consolación
Nahum,
profeta de Judá en el siglo VII a.C., Najûm en hebreo, que significa “lleno
de consolación” o 'quien es consolado', es el sétimo de los llamados profetas
menores y aparece en la genealogía de Jesús que presenta Lucas. Predice la
desolación de Nínive, la capital asiria, hacia el 640 a.C. y anuncia la suerte
del gran Imperio Asirio (1,13), precisamente en el momento en que estaba en la
cúspide de su poder, en el 663 a.C., habiendo también invadido y sometido a Jerusalén
y Judá, obligándolos, durante tres cuartos de siglo, a pagar impuestos insoportables.
Profetizando, en el nombre
de Dios, la caída de Siria (1,13), que efectivamente sucedió en el 612 a.C.,
como consecuencia de su enorme orgullo y crueldad descarada, Nahum aseguró a
los fieles de Judá que Dios todavía cuidaba de su pueblo y que castigaría a sus
opresores.
Aparece un discípulo del Profeta Isaías, en
el Siglo VI a.C., anunciando un evangelio de consolación, buena noticia, que
resonaba en la asolada Jerusalén y en medio del desolado y disperso pueblo israelita,
en la Babilonia del destierro: "Consolad, consolad a mi pueblo … gritadle al corazón” (Is
40, 1-4).
El destierro era algo más que una calamidad política,
parecía el signo del abandono de Dios, del olvido de la Alianza ofrecida a Noé
y ratificada en la extraordinaria y potente liberación de la esclavitud en Egipto,
entregándoles la tierra de la promesa, Canaán, don del suelo que se convierte
en identidad y razón de ser, o sea en su mayor consuelo. En este exilio,
mientras Sión decía: “Yavé me ha abandonado y el Señor se ha olvidado de mí”,
el Profeta le hace reaccionar, ¿puede una mujer olvidarse del hijo que cría o
dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna se olvide, yo
nunca me olvidaré de ti. Mira cómo te tengo tatuada en la palma de mi mano” (Is
49,15-19)
Pero es que, además, en el momento en que el
profeta se dirige a sus compatriotas deportados, el Oriente todo se estaba
transformando. Ciro había reunido bajo su cetro a los medos y a los persas (549
a. de JC.). Victorioso en Asia Menor, marchaba ahora sobre Babilonia. Por eso
el mensaje del profeta es una explosión de gozo, una palabra de consuelo y
esperanza al corazón de Jerusalén: su crimen ya está pagado y el rey Ciro será
el instrumento de Dios para liberar a su pueblo y restaurar Jerusalén.
¡”Aquí está
vuestro Dios”! grita el “heraldo de Sión”, el Profeta se sirve de la situación
histórica para anunciar un acontecimiento religioso, del que la caída de
Babilonia es sólo un signo: Dios va a manifestar su gloria y la verán todos los
hombres juntos. Es Dios mismo quien viene a liberar a su pueblo, y esta liberación
será como cuando Israel marchaba por el desierto, camino de la Tierra de promisión.
El Señor que, guía a su pueblo a través de la
historia como un pastor a su rebaño, es el que le hace arder así la esperanza en
el corazón, al constar que están pasando de las tinieblas y la luz,
asegurados en su mano: “En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio
te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para
restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos:
‘Salid’, a los que están en tinieblas: ‘Venid a la luz’”. (49,8-15), por eso,
toda la creación está convocada a la alegría: “¡Cielos, griten de alegría!
¡Tierra alégrate! Cerros, salten y canten de gozo, porque Yavé ha consolado a su pueblo”
También el profeta
Jeremías anuncia el mismo evangelio de consolación, con matices
diferentes. En los capítulos 30 y 31, llamados “Libro de la consolación”,
registra cómo la misericordia de Dios consuela, conforta y abre el corazón de
los afligidos a la esperanza.
El Profeta
presenta al pueblo el regreso a su patria, como un signo del amor infinito de
Dios Padre que no abandona a sus hijos, sino que los cuida y los salva. El
exilio fue una experiencia devastadora: la fe del pueblo vacilaba porque en
tierra extranjera, sin el templo, sin el culto, tras haber visto el país
destruido, era difícil seguir creyendo en la bondad del Señor. Pero, como en el
tiempo del diluvio o del éxodo, también en el destierro el pueblo puede
constatar la fidelidad de Dios: “Con amor eterno te he amado: por eso he
reservado gracia para ti.
Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de Israel; aún volverás a
tener el adorno de tus adufes, y saldrás a bailar entre gentes festivas” (31,
3-4).
Jeremías anticipa la fiesta y los efectos del regreso: “Vendrán y
harán hurras en la cima de Sión y acudirán al regalo de Yavé: al grano, al
mosto, y al aceite virgen, a las crías de ovejas y de vacas, y será su alma
como huerto empapado, no volverán a estar ya macilentos” (31, 12). El pueblo
disfruta, con alegría colectiva, la vida que les fluye como de una fresca
fuente y le hace escuchar la voz de dios: “Cambiaré su duelo en regocijo, y les
consolaré y alegraré de su
tristeza” (31, 13).
3. Hilo verde esperanza
En la plenitud de los tiempos nos
encontramos un “pequeño resto” del antiguo pueblo, que esperaba la consolación-liberación
de Israel, anunciada y preparada por Juan el Precursor: “Este es el
comienzo de la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios. Como
está escrito en Isaías el profeta: “Mira, te voy a enviar mi mensajero delante
de ti para que te prepare el camino. Escuchen este grito en el desierto.
Preparen el camino el Señor, enderecen sus senderos” (Mc 1,1-2); reconocida y
celebrada con profunda veneración y gratitud, en el Templo de Jerusalén, por el
piadoso y justo Simeón, que esperaba la consolación
de Israel y por la fiel anciana Ana, que esperaba la liberación de su pueblo: “Ahora Señor, puedes dejar que tu
servidor muera en paz … porque mis ojos han visto a tu salvador, que has
preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revela a las naciones y
gloria de tu pueblo, Israel” Lc2, 22-40).
La consolación, experimentada a lo largo de la historia de salvación como realidad, Alianza y Promesa, fue presentada por los padres de Jesús, cuando cumpliendo la Ley de Moisés, subieron al templo para el rito de purificación de la madre y la consagración del hijo varón al Señor.
Evangelio de Consolación
“El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido para
proclamar buenas noticias a los pobres; me ha enviado a proclamar libertad a
los cautivos, a dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a
proclamar el año de la buena voluntad del Señor” (Lc 4,18-19).
“Bienaventurados los que lloran (los afligidos)”, a causa de una pena íntima, intensa, que viene del corazón, “porque ellos serán consolados”, parakalein, en griego, que significa no solo ser “consolados o confortados”, sino también “encontrar un aliado o un ayudante”, ser personados y ser invitados a un banquete. Tiene también otro significado en el griego clásico: “exhortar o animar” (Mt 5,4).
El llorar, como sentir una pena intima, intensa que sale del
corazón, se llama compasión, dolor por la situación de pasión que padece
el otro (paciente) cercano o de los otros lejanos (padecer-con).
Jesús (salvador) es uno de esos bienaventurados porque lloran,
se aflige, tal como lo testimonian los evangelios: una vez, cuando contemplaba la
imponente y amurallada ciudad de Jerusalén a distancia, “Cuando se fueron
acercando, al ver la ciudad, lloró por ella” y dijo a los que estaban-con él,
“Si en este día comprendieras tú también los caminos de la paz” (Lc 19,41-42);
otra vez en Betania, ante la tumba de su amigo Lázaro, compartiendo plenamente
la aflicción de las hermanas y amigos de
su amigo, “Jesús lloró” (Jn 11,35), dice lacónicamente el evangelista.
En sus lágrimas encontramos el sacramento de sus lágrimas, la bendición que se
ofrece al que está triste. Encontramos sus lágrimas en nuestras lágrimas.
Todos los humanos como Jesús, pero no divinos como él, que
lloran o padecen-con, pueden ser consolados con la misma consolación que Jesús experimentó:
la Resurrección, la vida nueva. Si lloramos por nosotros mismos, como la mujer que
lavó los pies de Jesús con sus lágrimas, triste y arrepentida por el daño
causado a los demás y a sí misma con sus acciones, seremos perdonados: “Tus
pecados te quedan perdonados” y, ante el estupor y escándalo de los fariseos de
bien, la confirma en la paz integral: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”,
per-dón que consuela. (Lc 7,36-48).
Tenemos también las lágrimas de Pedro o las del mismo Judas que, aunque no hayan tenido el mismo fin, nos hablan de procesos humanos, necesitados de consolación. Las de Pedro, con el gallo cantando en su conciencia, cuando poco antes ardía de pasión por el maestro y lo defendía valientemente con la espada, reprochándole la cobardía y el miedo que lo habían llevado a la negación, tal vez indignado contra Dios por haber permitido semejante tragedia, de su corazón brotó un torrente de lágrimas, por el sufrimiento de Jesús y de él mismo, por haber sido un cobarde y un mentiroso. Esas lágrimas de compasión y arrepentimiento le valieron el perdón y la consolación, que no consiguió el pobre Judas en su desolación.
Misión con el Otro Consolador
“Al anochecer del día de la
resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los
discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les
dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La
paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después
de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo”.
Todos enviados a Anunciar el Evangelio a todas las criaturas
(Mc. 16,15-18), como Testigos entre todos los pueblos, hasta los confines del
mundo (Lc 24,35-48; Hch 1,8), haciendo discípulos de todos los pueblos y
generando comunidades de fe (Mt 28,19-20), capaces de reconciliar la humanidad
en su diversidad y con toda la creación (cfr. Jn 20,21-23), para vivir el
reinado del amor, con la enérgica y suave compañía del Otro Consolador:
"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé
otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad.
El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio,
lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros” (Jn 14,15).
Paráclito significar consolador, aquel que
ofrece a los humanos el Consuelo en medio de las tristezas de la
vida, de las ausencias y pérdidas.
Paráclito significa defensor, en medio de las
injusticias de la sociedad, traída y llevada por intereses, egoísmos, poderes y
competencias.
Paráclito significa “acompañante” y amigo,
maestro y compañero, en una sociedad de huérfanos y solitarios, aislados
y de bocata tapada, sin compañía ni presencia, el Paráclito nos consuela, anima,
defiende, enseña, y guía.
Desde
la Comunidad de Antioquia, ministerial y orante, el Espíritu llama a Bernabé,
hombre justo, “apto para consolar” o
“hijo de la consolación” y a Saulo
para la misión entre los gentiles, no pertenecientes a la fe judía. Así fue como, enviados por la comunidad y en
sintonía con los hermanos de la Iglesia de Jerusalén, parten Bernabé, Pablo y
Juan Marcos, más allá de sus fronteras.
La misión, entre alegrías y sufrimientos,
consolaciones y desolaciones, llevan a Pablo a orar, con la comunidad de
Corinto, al Dios de toda consolación:
“Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias
y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también
nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que
nosotros somos consolados por Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros las
aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación” (II Co. 1,3-5).
Hasta el Banquete final
Al final, nos
muestra el autor del Apocalipsis, libro de consolación para los cristianos
perseguidos, un cielo nuevo y una tierra nueva, en donde Dios mismo enjugará
toda lágrima de los ojos, donde no habrá más muerte, ni llanto, ni dolor (cfr.
Ap 21,4). Viviremos todos, entonces, la plena consolación.
Los ciento cuarenta y cuatro mil señalados,
de todas las tribus de Israel y una gran multitud que nadie podría contar, de todas las
naciones y tribus, pueblos y lenguas (Ap 7,21), todos invitados a la boda el
Cordero (Ap 19), prefigurada ya en la mesa del pan partido, compartido y
repartido, que llamamos Eucaristía, celebrada en memoria del Señor Jesús.
Confiemos,
esperemos, nosotros todos que lloramos, que derramamos lágrimas inocentes;
esperemos, si lloramos los dolores de nuestro cuerpo o de nuestra alma: nos
sirven de purgatorio, Dios se sirve de eso para que levantemos los ojos hacia
él, nos purifiquemos y santifiquemos.
Confiemos todavía
más si lloramos los dolores de otros, porque esta caridad nos es inspirada por
Dios y le agrada; confiemos también si lloramos nuestros pecados, porque esta
compunción la pone Dios mismo en nuestras almas.
Confiemos todavía
más si lloremos con un corazón puro los pecados de otros, porque este amor por
la gloria de Dios y la santificación de las almas nos son inspiradas por Dios y
esto es una gracia.
Confiemos, si lloramos por el deseo de ver a
Dios y el dolor pode estar separados de Él; porque este deseo amoroso es obra
de Dios en nosotros.
¡Confiemos también
si lloramos solamente porque amamos, sin desear ni temer nada, queriendo
plenamente todo lo que Dios quiere y queriendo sólo esto, la dicha de su
gloria, sufriendo de sus sufrimientos pasados, llorando unas veces de compasión
por el recuerdo de su Pasión, y otras de alegría con el pensamiento de su
Ascensión y de su gloria, y otras simplemente de emoción porque le amamos hasta
morir de amor!
Oh Jesús dulcísimo,
hazme llorar por todo esto; hazme derramar todas las lágrimas que manifiesten
mi amor hacia ti, por ti y para ti.
Amén.
(Carlos de Foucauld)
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