María Consolata: pedagoga
de la Consolación
Llevamos el nombre de Misioneros/as
de la Consolata. Ella, “La Consolata es nuestra Madre tiernísima, que nos ama
como a la pupila de sus ojos”, nos dice el Beato José Allamano.
Como discípulos misioneros de su Hijo
Jesús, nos sentimos especialmente amados y acompañados.
Queremos “hacer honra al nombre que
llevamos”: viviendo con la mayor fidelidad posible el carisma y la misión; recordándola
y asumiéndola como madre y fundadora, guía y pedagoga de una evangelización
inculturada en cada contexto, conscientes que así anunciamos la “gloria de Dios
a las naciones” (Is 66,19).
María, mujer Consolada
Como mujer de Nazaret, nos dice la
Palabra revelada, encontró gracia delante de Dios, fue visitada en su casa y
saludada en el nombre del Señor: "¡Alégrate, llena de gracia!" (Lc
1,28). La acompañada del Señor: "El Señor está contigo!" (Lc
1,28), fue animada y empoderada para la misión: "¡No tengas miedo,
María!" (Lc 1,30).
María, virgen fecunda
Como joven, comprometida en
matrimonio con su novio José, se descubrió amada por Dios con amor de
predilección: "Encontraste gracia delante de Dios" (Lc
1,30). La "llena de gracia" por estar llena del Dios
que llena (Lc 1,28), fue poseída del Espíritu Consolador y protegida por el
Dios de la vida: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35). Como joven escuchó
y, aunque sin entender todo con precisión, creyó “porque para Dios no hay nada
imposible” (v 37) y se abrió a la novedad de su vocación.
María, madre de la Consolación
"Concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le
pondrás por nombre Jesús (el Señor salva). "Este será grande y será
llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de su padre
David; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá
fin." (Lc 1,32-34). Rindiéndose disponible y libre para la obra de
Dios en ella y a través de ella: "Aquí tienes a la sierva del Señor; hágase
conmigo conforme a tu palabra" (v 38), se convierte en la Madre de la Consolación, no por mérito
propio sino porque, como le dijo el Ángel Gabriel: "El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el
Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios (v 36).
María madre y esposa, presenta la
consolación-liberación para todos los pueblos
Como madre judía, fiel a su pueblo, subió a
Jerusalén, junto con su esposo José, cumplir con la Ley de Moisés. “Había entonces en Jerusalén un hombre llamado
Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel. Ese mismo
día, impulsado por el Espíritu, fue al templo y, cuando entraron los padres con
el niño, lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu
promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has
presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo
Israel”. Había también una profetisa, Ana, que no se apartaba del templo,
sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose
en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban
la liberación de Jerusalén (cfr. Lc 2,22-39).
María discípula misionera, consolada
consoladora
Como madre cuidaba y acompañaba su Hijo que “crecía
en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52),
hasta cuando, ya en su mayoría de edad y después de ser bautizado por Juan en
el rio Jordán, proclama su misión en la Sinagoga de Nazaret, lugar donde se
había criado. Allí se levantó, como de costumbre, para hacer la lectura. “Se le dio el volumen del profeta Isaías,
lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva,
para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar
libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 16-19).
Desde
entonces su madre, que guardaba todo lo que veía y oía de su Hijo, lo mismo que
lo que de Él se decía (cfr. Lc 2,51), se convirtió en discípula, seguidora. Lo
acompañó hasta el calvario de la crucifixión: allá estaba ella de pie, atenta y
abierta a la misión (cfr. Lc 19,25).
María misionera, consoladora en la
propia familia
Con el Espíritu del Dios de la vida por dentro,
llena de energía y entusiasmo, María embarazada, apenas al inicio de su
gestación “tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en
los cerros de Judá”. Salió de su casa-mundo y fue a la casa-mundo del otro, de
los otros. “Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel”. Con su presencia y
saludo generó la alegría en el viejo vientre gestante de la prima y la vida
nueva, en gestación, dio saltos de alegría. La misionera de la Consolata escucho,
entonces, el mensaje de recíproca consolación: “¡Bendita tu eres entre todas la
mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a m la
madre mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en
mis entrañas. ¡Dichosa tú que has creído”! (Lc 1, 39-45).
María misionera, consoladora de la
humanidad en fiesta
"Se
celebraba una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí”
presente, atenta y disponible. No es fácil estar cierto a la hora cierta en el
lugar cierto y sin necesidad de ser invitado. Pues María “estaba allí”, tal vez
como amiga, servidora o animadora de la fiesta. El hecho es que se da cuenta
que se había acabado el vino preparado para la fiesta y, casi como angustiada
se dice a sí misma, sin alarmas ni espavientos, “No tienen vino”. Inmediatamente
y sin perder tiempo, toma la iniciativa y le notifica a quien lo puede
solucionar, aún sin saber si era o no la hora para él actuar, “no tienen vino”.
Seguidamente,
con la seguridad de quien cree y espera, coloca en alerta a los sirvientes:
“hagan lo que él les diga”. En poco tiempo se coordinan órdenes, acciones y
soluciones: la tradición ofreció seis recipientes de piedra, Jesús, que estaba
allí como invitado, impartió la orden: “llénenlos de agua”. Los sirvientes los
llenaron hasta los bordes, Jesús los miró y ordenó: “saquen ahora y llévenle al
mayordomo”. Así lo hicieron y la fiesta de la vida continuó o, mejor, continúa
aún hoy, con el consuelo del mejor vino, servido y saboreado hasta el final (Jn
2, 1-12).
María misionera, consoladora de los
crucificados de la tierra
Los
caminos de la geografía humana están marcados con calvarios, tumbas o
monumentos que guardan y manifiestan la memoria del dolor, el sufrimiento y la
muerte de personas, comunidades y pueblos martirizados, crucificados, víctimas
de las diferentes violencias. Quienes hemos escuchado y acogido la Buena Nueva
del Emmanuel, “Dios-con-nosotros” (Mt 1, 22), sabemos que María, la madre de la
Consolación encarnada, estaba “estaba junto a la cruz” (Jn 19, 25), en la hora
de su hijo Jesús. En consecuencia, asumimos que también lo está hoy, en este
tiempo de variados virus globales, unos con nueva corona y otros con endémicos
cetros, todos generando víctimas y provocando llanto. A todos ella, como Madre,
nos dice, “hagan lo que Él les diga” y nos recuerda la propuesta de la
felicidad: “Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados” (Mt 5,4).
María animadora misionera para una
Iglesia en salida
En medio de la humanidad confinada, amenazada por un enemigo
invisible y encerrada por miedo al contagio, y la naturaleza cantando y
danzando libre de agresiones y contaminaciones, aunque no en todas partes, se
encuentra la Iglesia Católica-Universal, comunidad de Iglesias Locales y
pequeñas comunidades, lamentando su encerramiento forzado, añorando las
multitudes peregrinas y, mientras espera la orden de salida, desplegando tímidamente
su creatividad virtual, aunque con lenguajes y simbolismos arraigados en la
rica y larga practica tradicional.
Ahí, muy dentro de la memoria del corazón eclesial,
está María como pedagoga de esta nueva inculturación, así como lo estuvo en el
cenáculo de Jerusalén, después del martirio del Redentor, esperando el Otro
Consolador (cfr. Hech 1,12-14).
Las puertas se abrirán mañana y la gente volverá a los
templos, mientras la Iglesia deberá salir, obediente al Salvador, “por todo el
mundo” para “anunciar el Evangelio a toda la creación”. No solo a la creatura humana, sino a “toda la
comunidad de vida”, como le recuerda la Carta de la Tierra.
María consuela con su humildad
y valentía profética
Escuché
a alguien decir alguna vez “quien tiene la grandeza de hacerse pequeño, es
verdaderamente grande”,
como también escuché a María de Nazaret cantar en el Evangelio de Lucas: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en su humilde
esclava. El Poderoso ha hecho tanto por mí: Él es santo y su misericordia llega a sus fieles generación tras generación. El hace proezas con su brazo: dispersa a
los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos. (Lc
1, 46-55).
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